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Nota escrita por: Sergio Brodsky
domingo 11 de junio de 2023
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«La muerte del gato»

"Hay que endurecerse sin perder la ternura jamás" Ernesto Che Guevara.

Una periodista dijo que estaba asustada por la destrucción de la cultura del trabajo, del progreso, del estudio, del interés… En ese contexto, agregó: «Hay una generación a la que se le muere el gato y deja de trabajar». Esta frase tuvo una gran repercusión en los medios, en las redes y en la opinión pública. Parece alentar el sacrificio de la sensibilidad en el altar de la producción, identificando la fortaleza con la capacidad de adaptarse al medio a cualquier precio, y menospreciando los sentimientos y la ternura desarrollados con las mascotas como una torpeza o un defecto en la consecución de este ideal adaptativo. Se resignan los duelos y se valoran como una debilidad inútil. 

Para el hombre-máquina, las emociones, especialmente la ternura, son un lastre innecesario del que urge deshacerse para sobrevivir y contribuir a la realización de un universo sórdido e insolidario. 

Esta idea, que representa una concepción del hombre y el mundo contraria a la cita del inicio, donde ternura y dureza son opuestos dialécticos. Además, la ternura era una condición para el revolucionario, de ser capaz de sentir en lo más profundo cualquier injusticia realizada contra cualquier persona en cualquier parte del mundo, a la que se debía enfrentar con dureza como disposición del ánimo para combatirla. Incluso, añadía que esa sensibilidad era la cualidad más hermosa del revolucionario y del hombre nuevo.

El psicoanalista Ulloa también destacó la importancia política de este sentimiento, a veces considerado un afecto blando. Lo oponía a la crueldad y alentaba la promoción de la ternura, especialmente en estos tiempos feroces. Propuso que hablar de ella no era una ingenuidad, sino más bien un concepto político profundo y necesario para resistir la barbarización de los lazos sociales que atraviesan nuestros mundos. Esta barbarie del lazo social combina el egoísmo, la crueldad, la indiferencia, la insensibilidad, la explotación y la cosificación del otro, invisible e insignificante (en eso tal vez sea una “generación de cristal”). Quizás en esa reducción del otro a una cosa, una mercancía, una nada o un instrumento de abuso y aprovechamiento se encuentre una posible respuesta a la cantidad de suicidios que tanto cuestiona, de manera indolente, nuestra sociedad. 

Recuerdo, en este punto en el que analizo la frialdad en las relaciones sociales como un rasgo de época, un cuento de Antón Chejov llamado «La tristeza». Es el relato de un cochero que desea contar a otro humano su desconsuelo por la reciente muerte de su pequeño hijo. Sus intentos chocan contra el desprecio y la indiferencia, e incluso la burla de sus pasajeros. En esa soledad, en ese terrible vacío en el que nadie se interesa por el dolor de su pérdida, Yona «está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, con el cuerpo encorvado al máximo de lo que un cuerpo humano puede estarlo, permanece inmóvil. No encuentra comprensión humana para su desgarrador sufrimiento, nadie lo escucha, lo atraviesa el gélido desinterés de los hombres. Finalmente, desplaza sobre el caballo su necesidad imperiosa de ser escuchado: «Sí, amigo… -le dice- ha muerto, ¿comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente sufrirías, ¿verdad?». El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido. Yona, finalmente escuchado por un ser vivo, desahoga su corazón contándolo todo. Es un relato desgarrador. 

Si nuestro corazón no ha sido mutilado por los dispositivos socioculturales de la crueldad, los humanos desarrollamos relaciones profundamente amorosas con nuestros amigos animales. Estos devuelven el afecto generosamente, y su pérdida suele sumirnos en un penoso estado de duelo. Como en todo proceso de este tipo, nuestro mundo se llena de tristeza, congoja y desgano. 

Esto sucede a aquellos que han podido construir relaciones y afectos de empatía y cariño, es decir, los mejores sentimientos de las personas. Estos quedan cercenados en los discursos que proponen individuos desalmados como engranajes del sistema productivo, que no deben sentir, sino funcionar. Trabajar, como dice la periodista, sin cuestionar siquiera la primacía de las condiciones de explotación laboral vigentes. 

El concepto de «generación de cristal» intenta atribuir al individuo su propio fracaso en la adecuación a las siniestras exigencias del medio socio-laboral. Su sensibilidad, entendida como «debilidad», se opone, en esos criterios, a su disposición a trabajar en condiciones de precarización y explotación, consideradas como «fortaleza» y «capacidad de adaptación». 

No es casual que esta burda ideología, con pretensiones de teoría, haya surgido en los albores de este siglo, tras la caída del campo socialista. Aquella que Fukuyama significó como “el fin de las ideologías”, es decir, el fin de los sueños revolucionarios y la resignación en la construcción de un mundo más justo y solidario que excluya la explotación del hombre por el hombre. Aquella que dio rienda suelta a la cara más salvaje y descarnada del capitalismo. 

Esta «teoría» de una generación de cristal atribuye a la «hipersensibilidad» de los sujetos, determinada por la acción de padres sobreprotectores (un estratégico reduccionismo), el fracaso de su adaptación a las condiciones socio-laborales. De ninguna manera denuncia la brutalidad de estas condiciones: la precarización, la informalidad, el trabajo en negro, la esclavitud, los salarios de hambre, la injusta distribución de la riqueza. 

Propone, entonces, individuos más fuertes, más rudos, que se adapten sin cuestionar a la «realidad» que les toca. Que dejen de lado las tonterías, de amar a los gatos, de llorarlos, de sentir, en definitiva, de ser humanos.

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