Cien años de caos y disonancia urbana rodeaban la obra de la bicisenda, un tema que se había convertido en el fulcro central de la agenda concordiense. En medio de la ciudad, donde los automóviles y el desorden reinaban sin control, un vecino alerta levantaba su voz en oposición, sosteniendo que las inversiones debían dirigirse a urgencias más apremiantes, como la pobreza y las calles desoladas. Sin embargo, en esta tierra de apariencias políticas y desdén hacia los menos favorecidos, la pobreza se volvía un mero ornamento discursivo para aquellos a quienes poco les importaba el sufrimiento ajeno, individuos dispuestos a desencadenar violencia si tuvieran el poder, ya fuera contra los delincuentes confesos o por meras precauciones.
Se jactaban de tener en cuenta a los menos favorecidos, pero se escandalizaban por carros tirados a caballo y de aquellos que se desplazaban en motocicletas. Se oponían a un carril exclusivo para los autobuses con los mismos argumentos que utilizaban para rebelarse contra la bicisenda que nos ocupaba. Curiosamente, estos medios de transporte eran precisamente los que utilizaban aquellos con menos recursos.
El ayuntamiento derrochaba dinero en trivialidades, así decían. A veces podía ser cierto, pero en este caso repetían un falso argumento, desconociendo que los fondos para la construcción de la bicisenda no provenían del presupuesto local, sino de un programa nacional destinado exclusivamente a la inversión en infraestructuras seguras, amigables con el medio ambiente y que promovieran una mejor calidad de vida en las principales urbes del país. Se trataba de una tendencia mundial que buscaba contrarrestar los efectos perniciosos de un parque automotor saturado, aliviar el tráfico y desalentar el uso de vehículos que consumen combustibles fósiles, entre otras cosas, con el objetivo de máxima de prolongar la existencia de nuestro planeta y de la vida que lo habita por algún tiempo más.
Pero en fin, aquí el vecino (y la vecina, por supuesto, por razones narrativas permítaseme utilizar únicamente el «masculino inclusivo», al decir de un colega peruano) se encontraba acostumbrado a estacionar su vehículo en donde le placía, en los lugares que le resultaban más cómodos. Ya fuera en la escalinata del banco o frente a la escuela, en las esquinas, sobre la mano izquierda, con dos ruedas subiendo la acera o cortando el paso de peatones. Extendía su emprendimiento gastronómico hacia la calle, así como su frutería y tienda de conveniencia, ocupando las veredas con cajas rebosantes de naranjas o congeladores repletos de helados. Atravesaba la ciudad y ocupaban media cuadra con camiones y remolques para descargar mercancías. Ampliaba sus talleres de automóviles hasta las calles, donde reparaban direcciones o cambiaban el aceite del motor (Estimado lector, no tome esto como algo personal, son meros ejemplos).
Es que el vecino, imbuido de la sabiduría efervescente de los tiempos modernos, era plenamente consciente de que el capital se erigía majestuoso y omnipotente sobre los cimientos de la existencia. Con una lucidez casi mágica, comprendía que la economía, con sus hilos invisibles, tejía las prioridades de la vida misma, eclipsando con impiedad cualquier otra consideración. En este mundo deslumbrante y despiadado, la lógica del capital se erigía como el dueño absoluto del destino humano, imponiendo su ley con la voracidad de un coloso insaciable.
Este vecino también se daba el lujo de cruzar con el semáforo en rojo, de hacer correr y saltar a los peatones que se atrevían a cruzar la calle, de desviarse unos metros en sentido contrario para evitar dar la vuelta a la manzana y entrar al garaje. Lavaba el coche en plena calle y lo aparcaba en la acera porque el largo de la manguera o el cable de la aspiradora no alcanzaban.
El vecino era uno de los muchos que ya estaba acostumbrado a vivir en una comunidad donde la anarquía era la norma de convivencia. Y, por supuesto, las autoridades tenían una gran responsabilidad en esta actitud de «dejar hacer».
Ese mismo vecino era aquel que se quejaba y se rebelaba cuando se intentaba ordenar el espacio público.
Respecto a la bicisenda que nos ocupa, también alegaba no haber sido informado, no haber sido consultado, y aseguraba haberse enterado de la obra una vez que esta ya estaba en su puerta. Sin embargo, la noticia sobre la construcción y las consultas realizadas a través de la página web municipal habían sido ampliamente difundidas en todos los portales y periódicos de la ciudad, en las emisoras locales con contenido informativo, en el sitio web del gobierno provincial…
Claro está, él no se enteró. ¿Cómo podría haberlo hecho si, en su derecho, elegía escuchar las noticias de la capital? Sabía qué tren partió con demora desde Retiro, cuál era la droga que se vendía en el Bajo Flores, la congestión en la General Paz y el desaire sufrido por Jey Mammon en los Martín Fierro. Conocía a todos los candidatos porteños, pero creía que aquel tal Cresto, del que oía hablar por ahí, era el mismo intendente que buscaba una reelección desesperada.
Era el mismo vecino, un ser de contradicciones envuelto en la nebulosa del egoísmo y la estrechez de miras, que en un tiempo remoto se había alzado en oposición férrea ante la concepción de una peatonal, encadenando sus razones a una incomodidad que, paradójicamente, sólo él podía palpar. Su alma, embebida en un trasfondo de quejas interminables, se regodeaba en la oscuridad de la noche, aprovechando las sombras sigilosas para mover los contenedores de basura, como juguetes vengativos, hacia el umbral de su vecino incauto. Y ahí, en la quietud de la madrugada, su espíritu descontento se alzaba con la victoria de su pequeño universo asediado.
El vecino, en su afán por resistir y subvertir la obra de la bicisenda, comenzó a desplegar estrategias insólitas. No solo se limitó a levantar su voz en protesta, sino que llevó su rebeldía a acciones concretas. Estacionaba su vehículo obstinadamente sobre la bicisenda, interrumpiendo el tránsito y desafiando cualquier intento por brindar una alternativa de movilidad. Con desfachatez, cruzaba la bicisenda y se adueñaba también de la vereda, convirtiendo ese espacio destinado a la circulación segura en un improvisado deck de su propia casa. Allí, sentado con la doña, siempre fiel y compinche, compartía mateadas en un gesto de desafío y desprecio hacia aquellos que promueven una convivencia armoniosa y equitativa en la ciudad. Su boicot se convertía en una performance diaria, una manifestación de rebeldía que desafiaba la lógica misma de la obra y la idea de un espacio público en beneficio de todos.
Pero, como tantos otros rebeldes efímeros, finalmente se cansó de su desprecio y desdén. Poco a poco, fue dejando de lado sus acciones despreciables y se adaptó a la realidad que se estaba gestando. Con el paso del tiempo, el vecino encontró en la bicisenda un nuevo escenario de alegría y encuentro. Hoy, disfruta plenamente de sus días, acompañado de sus nietos, quienes bicicletean y exploran con libertad a lo largo y ancho de la bicisenda. Ya no hay temor de que algún vehículo amenace su seguridad, ya no hay miedo de que el tránsito caótico se interponga en su camino. El vecino, ahora, se deleita en el regocijo de una ciudad más amigable y armoniosa, que se vuelve a parecer un poco a la de su niñez.
Fosforito/ IA
(Arte de Tapa: «Garrote»)
Ciudadano
Muy buen relato. Sobre todo es final edulcorado; «Ya no hay temor de que algún vehículo amenace su seguridad, ya no hay miedo de que el tránsito caótico se interponga en su camino.» Obvió manifestar que el único impedimento que puede tener es algún malviviente que se adueñe de la bicicleta o lastime un niño por robarle las zapatilla o el celular ante la indiferencia de las autoridades que tan amorosamente colocaron las bicisendas.
Criticar es fácil…
Un comentario que se asemeja mucho a lo que en el escrito se refiere con la «queja de los vecinos»… realmente estamos ciegos y nos creemos perfectos y con un gran nivel de egoísmo. La verdad ese sarcasmo que contiene el comentario solo me expresa la bajeza e ignorancia de quien los escribió.
juan S
Que exelente radiografía de cierto gataflorismo local, muy bueno.
Ale
Muchas gracias Fede. Excelente nota!
Leo
Simplemente excelente lo expresado