Ubicado en el borde de la Puna de Atacama, su nombre proviene del vocablo quechua «Kkala» (desnudo), que refiere a la ausencia de toda vegetación en su entorno. Aunque luego, con la llegada de los españoles, por una cuestión de subestimación de las lenguas nativas, lo rebautizaron ‘Galán’.
Partimos desde Antofagasta con una temperatura bajo cero y un viento filoso que penetraba todo, pero el destino ameritaba el sacrificio, sobre todo teniendo en cuenta que el escenario que nos desafiaba desde las alturas de los Andes es único en el planeta. No solo un cráter gigantesco, sino que además encierra en su planicie interior un lago salado de un color turquesa desafiante, que en temporada recibe a los maravillosos flamencos rosados que recalan en estos parajes extremos. Y lo que es más raro aún: fumarolas con agua hirviendo, que recuerdan al distraído que el magma está cerca, algo inquietante que de por sí ya justifica el viaje. Solo recordar que un par de años atrás, habíamos estado en San Pedro de Atacama, del lado chileno, donde un espectáculo equivalente, en los géiseres del Tatio, donde el agua emerge a unos 86 °C de temperatura (al igual que aquí, es su punto de ebullición a esta altura sobre el nivel del mar). Pero mientras que, en San Pedro de Atacama, el tesoro está custodiado por organismos oficiales que regulan y protegen su acceso; y empresas de turismo que organizan excursiones que cotizan a precios internacionales, en vehículos colmados por curiosos extranjeros, europeos y asiáticos, que incluso toman baños termales, algo que, según se ve, es irresistible para quienes buscan experiencias exóticas.
En nuestro escenario, único en el planeta, no existe ni siquiera una referencia en Google Maps, y mucho menos la presencia del estado nacional, custodiando y protegiendo este tesoro natural, que está a merced de las compañías mineras extranjeras, extractoras de litio, que en cualquier momento avanzarán, contaminarán y destruirán esta maravilla que la providencia nos ha dado en custodia.
Para ingresar al cráter, hay que superar la barrera natural de su corona, que está a más de 5.000 metros de altura; además de enfrentarla con vehículos con tracción en las 4 ruedas conectada, porque la pendiente a superar desafía la mismísima fuerza de gravedad. Pero una vez alcanzada la barrera natural, cuando el vehículo recupera el nivel, de golpe, se abre un espectáculo que hay que experimentar, al menos una vez en la vida. Es realmente un escenario de otro planeta. Y de hecho, por el enorme recinto del cráter, desafía con las sensaciones que provoca estar dentro de él.
UN REMATE PARA LA NOTA ANTERIOR, SOBRE LAS RUINAS DE INCAHUASI.
Me metí en Google Earth, buscando una foto cenital que diera remate a la nota anterior sobre las ruinas de Incahuasi y me llevé una nueva sorpresa. Primero el dato frío: si se toman el trabajo de contar los recintos de piedra de las fotos, comprobarán que son más de 100. Esto solo amerita que lo llamemos el Machu Picchu argentino.
Pero lo verdaderamente estresante es que Google rotule el lugar con dos títulos que hablan claramente de una intención de ocultar el significado de este tesoro arqueológico.
El primero dice: MINA ABANDONADA DEL SALAR DEL HOMBRE MUERTO. Ni siquiera una mención tangencial a su historia y mucho menos a las ruinas incaicas. El segundo: PUEBLO MINERO ABANDONADO -CERRADO TEMPORALMENTE-, suena aún peor, porque no solo oculta su origen, sino que indica: CERRADO TEMPORALMENTE. ¿Por quién? ¿Por qué? Es obvio que hay una fuerte voluntad de su poseedor, el fondo buitre BlackRock, en que se ignore su magnificencia arqueológica, porque de ponerse en valor, este sitio dejaría de ser zona de saqueo y pasaría a ser considerado como lo que es: un tesoro histórico, arqueológico y cultural.
Cada día nos convencemos más de que la única defensa efectiva que podemos hacer de esos paisajes es darlos a conocer, para que sean los propios visitantes quienes interpongan su interés en la preservación de estos tesoros frente a las multinacionales del saqueo minero, que ya han tomado posesión provisoria a través del control de las ‘denuncias mineras’ que poseen para preservar sus derechos precarios de tenencia.