Corría 1997, se venían las elecciones legislativas, las penúltimas bajo el menemato, las primeras luego de la reforma constitucional de 1994… Pero a mi -por entonces- no me importaban esas cuestiones. Era la primera vez que iba a votar y la única expectativa que tenía era cuántos votos sacaría Clemente, el personaje del dibujante Caloi, el único candidato que no tenía manos para robar.
El peronismo, una mayoría, se había sumado a la fanfarria empalagosa del nuevo mundo: la apertura del comercio, las privatizaciones, las “relaciones carnales”, pizza con champagne y la farándula de la patria. Todo por dos pesos, desde las chucherías hasta el valor del trabajo y la vida.
El radicalismo, tras la disparada de Alfonsín, estaba ebrio de irrelevancia, resignado a cualquier lugarcito que le dieran, rosquedando la alianza con lo que era la segunda fuerza política de ese momento, una coalición de partidos de centroizquierda progresista, el FREPASO. Unos tibios al fin, que más tarde abandonaron el barco al vislumbrar el primer síntoma de la peste que se avecinaba, para volver a hacer eso que les sale mejor: estar en la zona de confort y gritar lejos de donde se ponen los huevos. Aunque unos cuantos fugaron a los partidos tradicionales. Ahí, donde suele estar la vaca atada: las bancas, los cargos, les pibes para los mandados.
La máxima de “son todos iguales” fue el perfume que anunciaba la tormenta de “que se vayan todos”.
Y en ese contexto, año 1997, yo votaba por primera vez y una tía me había dejado sobre la mesa del comedor la fotocopia de Clemente con la banda de presidente.
La política me entusiasma porque aprendí a bajar las expectativas. Es la mecánica de lo posible en un territorio donde hay de todo, desde profesionales e idealistas, rufianes y narcisistas, personas que aman los nobles desafíos y mamaderas de cualquier diablo.
Hoy, como ya ha pasado con gobiernos de distinto signo que alternan sin pena ni gloria, se teje la historia del desencanto político que amenaza con socavar la esencia misma del sistema que promete representar al pueblo.
En todas las provincias donde hubo comicios cayó la participación, respecto a 2019: Entre un 5% y un 10% menos de concurrencia a las urnas. De cada diez personas habilitadas para votar casi cuatro no lo hacen. De las seis que sí van a votar, una vota en blanco, o vota por la cara más linda o vota por el chiste que está de moda.
Para sorpresa (o no tanta), el voto, a pesar de ser obligatorio en nuestro país, se está ejerciendo en el mismo porcentaje que en aquellos lugares donde no hay sanciones ni deber de sufragar.
El escenario, alguna vez vibrante y esperanzador, se tiñe de nuevo con tonalidades apagadas. Los discursos, que antes eran fuentes de inspiración, ahora suenan como letanías de promesas incumplidas, frases de laboratorio y consignas refritas… Y algunos, peor todavía, son un coro de borrachos entonando un himno nacional mal aprendido.