En cada uno de estos eventos, como el protagonizado por la Diputada Victoria Villarruel en la Legislatura porteña, sus asertos se nutren de lo multitudinario de las masacres, que dejan atrás, dejando sobrevivientes, descendientes, vecinos, tramas institucionales, de la vida estatal y civil como en un círculo de fuego histórico que culminan en cada una de las sociedades adonde tuvieron lugar los hechos. Esa épica de inmensidad de la victimización de los victimarios, siempre tiene su objeto de negación de la Historia, viene desde su propio origen, y es lo que los actuales negacionistas quieren mantener en silencio, la omisión y el consentimiento.
El negacionismo se refiere hoy al futuro y no al pasado, porque no es posterior a los hechos, sino que los precede, solo que en su momento no fue advertido. El trazado exterminador del negacionismo es una intervención es sobre el tiempo histórico social que consiste en borrar el pasado y reescribirlo. La solución final consiste en crear una inexistencia a través de la aniquilación en el presente de todo rastro viviente histórico de lo exterminado. Decir que es para forjar un olvido es insuficiente porque no es el olvido lo que se busca, sino crear una realidad alterna en la cual ese colectivo social odiado, vilipendiado, e inculpado nunca haya existido. En ese sentido el negacionismo precede a cada «holocausto» sea cual fuere su dimensión. Esta precedencia discursiva del aniquilamiento ha sido observada desde siempre, ya sea por quienes dieron del aviso del «incendio», antes o después de los sucesos, como lo hizo ahora la diputada Victoria Villarruel. Pero esta representación no es nada más ni nada menos de aquellas consignas desde donde emergieron bases ético políticas y jurídicas fundantes de las instituciones supuestamente correctas de la postguerra de la 2G.M. A pesar de su insostenibilidad por su degradación, violación y deterioro por corrupción, lamentablemente no han sido sustituidas por otras.
En nuestro país, justificadamente orgulloso por grandes realizaciones en favor de la oposición a la dictadura del 76, un Estado sostenido por la memoria, la justicia (no la actual) y los derechos humanos, con todas las idas y venidas que le conocemos, tenemos hoy a pesar de las deudas en ese sentido que padecemos, se cuenta la actitud exacerbada y generalizada hacia el negacionismo al que tratamos como si fuese una opinión en la libre expresión de las ideas, que es como se presenta en la sociedad que conscientemente lo acepta sin que le provoque una reacción ante tanto atropello moral. La experiencia post dictadura ha estado habitada por un paradigma punitivo de la memoria basado en el juicio y castigo a los culpables del proceso militar.
El problema es que la estrategia en simular un debate sobre la historia, poniendo al negacionismo en una misma categoría que la acción punitiva del gobierno de entonces y los procesos actuales de justicia, para tratar de encubrir la acción del dispositivo genocida. Lo que se implica así es que el negacionista persistente, no es una conciencia libre que opina y juzga, sino una «agencia» continuadora del proyecto genocida, y por lo tanto mientras se limita todavía a opinar, una fuente de propaganda y acción encubierta del genocidio cuya consecuencia es deteriorar las barreras levantadas contra la repetición del horror.
El olvido es la desmemoria o el descuido respecto de ese estigma, y el estigma, la razón decisiva por la cual el crimen del exterminio no tiene fin. Y es precisamente que no tiene fin, que debemos proseguir con el deber de memoria del «Nunca Más», no porque pudiera suceder algo que sucedió, y ya no sucede, sino porque sigue sucediendo de otra manera de manera irrevocable. El negacionismo no es una simple opinión de los hechos, sino que es la continuidad de esos hechos bajo distintas formas.
La sociedad y el Estado no deben permitir la instalación de un debate sobre dos categorías tan opuestas, cuando una transita por lo imperdonable e imprescriptible. Establecer responsabilidades jurídicas y políticas acerca de los negacionismos es ineludible, o por lo menos debería serlo, por la gravitación que tales actos ocasionan. En todo el mundo, especialmente en EEUU y Europa, el resurgente fascismo ha utilizado las «debilidades» de la democracia para instalarse como una alternativa de poder que solo lleva a repetir experiencias vividas que nos congelan el alma ante el horror que ellas conllevan.