Atravesar el umbral del galpón de carrozas era adentrarnos en otro mundo. En uno que era sólo nuestro. Un microcosmos sin la supervisión de los adultos. Donde éramos la ley y el orden. Éramos lo que hicieron de nosotros y lo que nosotros podíamos hacer con eso que la familia, la escuela, la religión y los años noventas habían sembrado en nuestras mentes y corazones.
A los adultos los necesitábamos cuando había que firmar los contratos de alquiler de los galpones. De todo lo demás nos ocupamos solos, los mismos que hoy somos adultos escandalizados y temerosos.
La semana pasada, fue noticia (otra vez) lo que pasa entre estudiantes de diferentes colegios: vandalismo, comportamientos cuasi barrabravas de peleas, corridas y “trofeos de guerra”, difamaciones en redes sociales, padres y madres que se espabilan con las cosas que hace el nene o la nena y otros que están siempre encima de los adolescentes hasta la exasperación de parecer estar queriendo revivir sus años de secundaria, entrometiéndose en las juvenilias, pero sin enterarse mucho de nada.
Los galpones eran territorios con fronteras, donde había un círculo de liderazgo que decidía las reglas de convivencia, la programación del trabajo, la comida, quienes iban a tener llaves y libre acceso, quienes se quedaban a dormir, qué cosas pasaban durante la noche y cuáles durante el día, quien entraba de afuera, que persona ajena a la escuela.
Así, en los galpones de la carroza, conocimos a desertores de la educación, cansados de andar de escuela en escuela, y conocimos también a incipientes buscas y delincuentes de mecha corta. Alguno todavía anda pagando condena.
Dormíamos en lugares que le llamábamos “la covacha”: una tienda armada con palos, bolsas arpilleras, cartones y sábanas. Parecida a la ranchada en los patios de las cárceles como muestra la TV. Allí se perdían virginidades de toda clase, del cuerpo y del alma. Una vivencia iniciática tanto para cosas buenas como para malas.
Allí, en los galpones, urdimos el plan para sacar un pedazo de riel de una vía abandonada que llegaba hasta el naranjal, al viejo saladero, y que necesitábamos para prolongar la longitud del acoplado que nos serviría de chasis para la carroza.
Allí, en los galpones, armábamos los operativos para hurtar los focos de los zaguanes y las plazas, para pedir plata en los semáforos, entrenar para ganar las competencias intermedias como la fiesta de hinchadas y batucadas, juntar la moneda como fuera para comprar los caños estructurales, alambres y mallas metálicas, papel crepé para las flores, varillas y electrodos… También los ingredientes para el guiso, el vino en damajuana y el jugo concentrado necesarios para la sangría.
Allí, en los galpones, el bullying -que no se conocía como tal- era cruel, muy cruel, hasta el extremo del robo y el manoseo. Pero también estaba la gallardía de quienes ponían el cuerpo para saltar por el indefenso.
Allí conocimos el trabajo en equipo, lo difícil de congeniar personalidades e intereses. Aprendimos lo que era gestionar, administrar y hacer algo parecido a la política.
Los que menos tenían enseñaban a los más agraciados lo que era la economía de guerra, la verdadera, darse maña para parar la olla, manguando al panadero, al carnicero y al verdulero, y multiplicaban milagrosamente los platos de guisos aguachentos.
Descubrimos talentos desconocidos, apreciamos virtudes y nos sumergimos en las miserias que no se terminaban de ver en la escuela.
Compartimos el entusiasmo del proyecto común, abrazamos la ilusión del propósito que nos reunía y el sentimiento compartido de una misma escudería que nos daba identidad y pertenencia en aquellos frívolos años del individualismo y el sálvese quién pueda, donde la única salida era Ezeiza. Allí en los galpones convivíamos los tres tercios de aquella adolescencia: los que iban a seguir estudiando, los que no tenía más opción que trabajar de lo que fuera, y los que soñaban con pegarse el palo.
El hecho de que todo sucediera a hurtadillas y lejos de la autoridad, implicaba también una alta cuota de desafío y responsabilidad: hacíamos muchas cagadas, coqueteamos con los límites y los peligros, pero también tratábamos de cuidarnos entre todos.
Y todavía estamos vivos, algunos de milagro, como suele bromear el Keko cuando nos encontramos y rememoramos aquel tiempo compartido que -de alguna manera- nos ligó para toda la vida; aunque casi no nos vemos y hace mucho tiempo que dejamos de ser amigos.
Y pienso en el escandalete de esta semana, que será uno más en el anecdotario de las celebraciones estudiantiles. Lo que hicieron los pibes -de quienes se dieron a conocer sus identidades- fue una macana fea, y creo que en sus corazones sienten arrepentimiento, sobre todo, por haberse comportado como unos boludos. Saben que ese acto es, en definitiva, una herida auto infligida que con el tiempo pasará, sanará y cerrará, pero siempre dejará una marca tipo cicatriz: La vida da nuevas oportunidades, pero a veces tiene una memoria cruel con los que se equivocan: “Sabemos lo que hicieron en la promoción del año …”
Nosotros también peleábamos con las otras escuelas, amanecíamos con resaca durmiendo debajo de las faldas de la carroza en algún terreno baldío a medio camino del lugar del desfile y el galpón, también se rompían y robaban cosas. No lo entendía cuando era parte de eso, y todavía trato de entenderlo hoy.
En fin, lo que quería decir es que mejor que salir a cazar brujas, es recordarnos a nosotros mismos, lo que hemos hecho y lo que hacemos, las cosas que les decimos a los chicos y a las chicas, en manos de qué influencias y estímulos los dejamos en el transcurso del día a día, de qué hablamos cuando tenemos tiempo para ellos, qué le estamos mostrando, qué ven cuando nos observan..
Hurgar en las razones, que siempre las hay aunque sean difíciles de encontrar.
Dejar de perseguir a los quiénes y buscar a los por qué.