La cultura digital ha colonizado cada aspecto de nuestra vida. Sólo nos queda, como dijo el gerente de Netflix alguna vez, el sueño. O ni siquiera, como analizó tan certeramente Jonathan Crary en 24/7: el avance del capitalismo no sólo es un avance sobre el ocio: también empuja con fuerza la última frontera de improductividad en la que nos entregamos a Orfeo.
Hace unos años se planteaba que la crisis de la escuela como modelo tenía que ver con que “había perdido el monopolio del saber” en manos de la red de redes. Esta afirmación es errónea, partiendo de la base de que la escuela moderna, en sus aproximados dos siglos de existencia, nunca detentó realmente ese monopolio. Siempre hubo saberes que no entraron a la escuela, por suerte: las tareas domésticas nunca fueron parte estructurante del currículum. El cuidado de la salud tampoco. Los códigos en las relaciones intrafamiliares tampoco. Ni los protocolos de conducta para asistir a una cancha de fútbol o a un recital. En fin, se podría seguir enumerando indefinidamente la cantidad de conocimientos importantísimos para la vida en sociedad que la escuela nunca enseñó sistemáticamente, pero el punto es que la escuela no perdió el monopolio del saber en manos de internet porque, en realidad, nunca lo tuvo.
Pero hay un segundo punto erróneo en la afirmación, si se asume que perdió el monopolio de la circulación de la cultura legítima, que ahora supuestamente está online. Y es erróneo porque, en todo caso, ese monopolio comenzó a perderse a partir de la misma masificación de la alfabetización y el surgimiento de los medios masivos de comunicación, comenzando por la radio. Desde que hay una cultura popular que circula masivamente -proceso que se remonta a principios de siglo XX- no hay monopolio del saber legítimo, pues a través de esos canales también comenzó a circular una cultura que tensionó a la escuela, que estaba en plena expansión y, como dije, gracias a los procesos de alfabetización masiva, contribuyó precisamente a esa competencia. Ni hablar desde la masificación de la televisión en la segunda mitad del siglo XX.
Hay algo que sí ha perdido la escuela en manos de internet, sin embargo, algo en lo que sí se puede observar un punto de ruptura a partir de los últimos 20 años, o 10 más concretamente, ya que allí podemos ubicar la masificación de los smartphones: ahora podemos estar online permanentemente. Y online existe un Aleph, curado algorítmicamente, que coexiste y distrae el trabajo que tenemos que realizar en la escuela. En ese Aleph están los afectos, los consumos -problemáticos y no problemáticos-, el chisme, pornografía, teorías conspirativas, apuestas online, aparentes oportunidades de ganar plata fácil. Todo ahí en la mano, todo ahí todo el tiempo, mientras tratamos de enseñar funciones cuadráticas, el segundo gobierno de Rosas o analizar el Martín Fierro. Aquí hay un punto: internet nos da, a los docentes, la oportunidad de trabajar con una cantidad infinita de material didáctico que podemos problematizar en el aula, sí. Pero tenemos un problema: mientras leen un fragmento del Facundo, mis alumnos reciben notificaciones de Instagram, de Tik Tok, de Onlyfans. Mientras analizamos las estadísticas de la Revolución Industrial mis alumnos suben fotos vendiendo ilegalmente pastillas para mezclar con alcohol. O administran un sitio de apuestas “casero”. ¿Se puede pedirles que usen escolarmente el celular e impedirles usarlos para todo lo demás mientras tanto? Parece una quimera: es como pedir a fumadores empedernidos que trabajen con un paquete de cigarrillos y no se prendan ninguno.
El monopolio que ha perdido la escuela en manos de internet es el del control del recurso didáctico. Con libros o fotocopias, o con videos o audios provistos por el docente, éste estaba en pleno control del recurso didáctico. Los smartphones acribillan ese monopolio, pues en simultáneo al material didáctico hay miles de aplicaciones en emergencia permanente que nada tienen que ver con la clase.
Y así como se presenta esta tensión entre el smartphones y los procesos educativos, hay una tensión aún mayor. El problema didáctico es de una especificidad que no puede ser analizada sin mirar el efecto dramático que tiene la cultura digital en las relaciones humanas.
La posibilidad de grabar una clase de manera clandestina es una posibilidad que está siempre latente. En una relación docente-alumnos que no transita por buenos carriles -sin entrar a debatir por qué- los alumnos tienen el recurso de jugar la carta de provocar al docente, grabarlo, subirlo a las redes y escracharlo. Más aún, pueden editar el video o el audio para distorsionar y descontextualizar al extremo los fragmentos que deseen, para generar más daño posible. En el pasado, las “travesuras” de alumnos contra sus docentes empezaban y terminaban en la escuela, o en el peor de los casos podían llegar a consistir en algún daño material a un vehículo o en acoso telefónico, en caso de que se consiguiera.
Este universo se complejiza todavía más a partir de la imperiosa necesidad de mostrarnos online, de mostrar nuestros consumos, nuestras ironías, por un puñado de likes. La recompensa del corazoncito nos inyecta una satisfacción mínima que necesitamos alimentar. Con nuestra imagen, con nuestra astucia, con nuestro criterio estético. Y por ese puñado de likes vamos empujando los límites, y nuestros alumnos ven nuestras redes. Y nuestras debilidades se pueden terminar volviendo un arma más en nuestra contra si existe esa animosidad preexistente, hasta el punto de poner en riesgo nuestro trabajo. Ejemplos sobran: el doxeo es la práctica a partir de la cual un usuario más o menos anónimo en las redes es expuesto en su intimidad, revelando su verdadera identidad, sus relaciones afectivas, su domicilio laboral, su salario, y recibiendo amenazas y acosos a partir de la circulación malintencionada de esos datos sensibles.
Pero esto -y mucho más- en lo que hace a la relación entre alumnos y docentes. El punto tal vez de todo este palabrerío innecesario es que no podemos pensar ninguna relación humana sistemáticamente, a esta altura, sin atravesarla por la cultura digital. Una parte para nada menor de la discusión educativa no parece haberse dado por enterada: la discusión sobre los resultados de evaluaciones estandarizadas, por ejemplo, no la tiene en cuenta para nada. Se analizan los resultados de los últimos 20 años como si viviéramos en el mismo mundo, pero el mundo cambió por completo. Y también cambió la forma en que aprendemos, si las pantallas son cada vez más omnipresentes: ¿Quién no ha visto criaturas de menos de 4 años completamente absortos en pantallas hiperestimulantes en un colectivo, en un restorán, en una plaza, en un supermercado? ¿Qué impacto tiene ese uso brutal de las pantallas a edades cada vez más tempranas en los procesos de alfabetización -y aprendizaje en general? ¿Y en los procesos de socialización? ¿Tienen alguna relación con eso los cada vez más recurrentes diagnósticos sobre ansiedad y trastornos del espectro autista con esto, o simplemente estamos mirando con más atención un fenómeno que ya era muy general? ¿Cuántos eventos de depresión y ataques de pánico adolescentes tienen que ver con problemas que se intensifican por nuestra actividad online, por aquello inalcanzable a lo que aspiramos? ¿Qué hacemos con los discursos de odio y conspiraciones, con esos videos viralizados que pesan más que bibliografías enteras, construidas estas últimas destilando rigor a lo largo de los siglos?
A veces pienso el uso de las pantallas como los cigarrillos: tal vez en un futuro no lejano sean señaladas como dañinas para la salud y se recomiende enfáticamente su restricción a menores, y haya más análisis sobre sus efectos adictivos. Tal vez empecemos a pensar el volumen de tablets y celulares en el espacio público como pensamos el humo del cigarrillo, también: que se recomiende cada vez más el uso de auriculares, que no invadan a los demás. Por ahora, el concierto de sonidos de notificaciones, de audios contando infidencias, de música moderna o no tanto, de tiroteos de jueguitos y de gemidos de porno -profesional o amateur- forman cada vez más parte de la banda de sonido de nuestras vidas, incluida la escuela.
Los adultos no somos muy conscientes de los consumos de nuestros alumnos a través de sus celulares. Pero, sin celulares de por medio, esto ha pasado desde que cada edad de la vida fue relativamente etiquetada con especificidades: siempre las generaciones más viejas nos vamos perdiendo de lo que las nuevas generaciones van construyendo con lo que tienen a mano. En este caso, los smartphones y su universo de peligros y oportunidades sin filtro, mercado puro, deseo desatado, infinito como nada que hayamos conocido.
Estamos todos en la prisión del like, y la prisión del like nos está transformando brutalmente. Pensar no sólo las relaciones docente-alumnos o currículum-material didáctico, sino todas las dinámicas incluidas en lo educativo, sin atravesarlas por la cultura digital es un error. La escuela llegó al siglo XXI, de la mano de nosotros mismos, lo que parece no haber llegado todavía es la discusión educativa, que mira un universo profundísimo con un par de lentes de leer de cerca.
* Manuel Becerra en Gloria y Loor. Octubre 2023
Tekoá. Cooperativa de Trabajo para la Educación. Ltda.