La voz en el teléfono suena con una tonalidad neutra, tanto que no se logra descifrar si hay gozo, incomodidad o vergüenza en su expresión. De lo que no quedan dudas es que comunica a una mujer, que identifica con nombre y apellido, que “no será tenida en cuenta” por la empresa, es decir, que está despedida. En la banalización del mensaje hay una crueldad inusitada, un desprecio brutal, un hiato que se abre entre ese trámite, que parece burocrático, y la tragedia que inaugura, como si esa llamada no empujara al abismo a esa mujer que responde con los gritos de niños en el fondo, como si no la empujara a la desesperación, a una angustia impronunciable, a la caída sin red, en un oscuro precipicio.
La pérdida del trabajo constituye una situación dramática, sobre todo cuando no hay nuevas oportunidades a la vista, en una ciudad y en un país en los que priman la explotación, la precarización y la informalidad laboral.
Los discursos gubernamentales hablan de ajustes necesarios, de la imposición de bajar el déficit, de cifras y números, no de personas. Estas calamidades no son nuevas. Quienes trabajamos en el campo de la salud mental en los primeros años del siglo XXI enfrentamos las secuelas indelebles de políticas neoliberales que destruyeron el tejido productivo y generaron cifras descomunales de desocupación y despidos, masivas pérdidas del empleo, situaciones estructurales que estallaron en la crisis del 2001.
Hombres y mujeres devastados psicológicamente. Hombres sobre todo, que expresaban su angustia y su desesperación con ataques de pánicos, manifestaciones psicosomáticas, depresiones y oscuras ideas autodestructivas. Sobre todo hombres porque procesaban el desempleo como una traición al mandato social que los conmina a la condición de proveedor de la familia, con una culpa, una impotencia y una vergüenza mortificantes, porque asumían la desocupación como un fracaso propio.
Las privatizaciones, inmorales entregas del patrimonio nacional a empresas multinacionales, engendraron fenómenos masivos de perturbaciones psíquicas y emocionales. Un ejemplo de ellos fue la “ola de suicidios” que padeció Las Heras, un pequeño pueblo petrolero de la provincia de Santa Cruz, a fines de la década del 90, en paralelo a la privatización de YPF que redujo su planta de 50000 a 5000 empleados en todo el país. En poco tiempo la desocupación trepó al 20% en el pequeño pueblo patagónico, que vivía alrededor de la empresa. “Las Heras, con su magma de desempleo y falta de futuro para los jóvenes, es un enigma cuya resolución dista de ser definitiva: los suicidios, como un destino funesto, se sucedieron durante mucho tiempo” dice Leila Guerriero, en su excelente investigación “Los suicidas del fin del mundo: crónica de un pueblo patagónico” (Editorial TUSQUETS), dando cuenta de los efectos subjetivos y en los lazos sociales de los procesos de privatización y pérdida de trabajo.
En otros países del primer mundo, la experiencia no fue muy diferente, al contrario, agregó cuotas de una perversidad literalmente intolerable. France Telecom, la empresa de telefonía francesa que fue privatizada en 2004, necesitaba una reducción de personal de 20000 de sus 100000 empleados, de modo que dispuso de una política de acoso laboral y moral inusitadamente sádica, para forzar la renuncia de esos miles de trabajadores. Traslados masivos, maltrato laboral, acoso moral, carencia de tareas (empleados obligados a permanecer en una oficina sin ventilación ni luz, ni actividad, sentados en una silla como todo mobiliario) etc. Esta macabra conducta para forzar las renuncias produjeron, durante el proceso privatizador, el suicidio de 35 empleados (algunos perpetrados en la misma empresa, con cartas que explicitaban, en el acoso laboral, sus motivos) y decenas de cuadros depresivos. El caso fue tan pérfido y alevoso que los directivos fueron condenados por acoso moral.
Es claro que el suicidio es un fenómeno complejo, multicausal y multidimensional, pero también lo es que la esfera del trabajo en el ser humano es tan crucial para su vida psicosocial, que, su carencia, constituye un factor de riesgo de enorme significación en su deterioro anímico.
El trabajo es una necesidad humana en la que encuentran satisfacción las necesidades de subsistencia, socialidad, identidad, afecto, integración social, sentido de pertenencia, posibilidades de proyectos de vida etc. y por lo tanto, cuando la experiencia laboral es gratificante, contribuye al bienestar y la salud mental de calidad de los sujetos.
Es cierto también que el trabajo alienado, la explotación e inseguridad que sufren gran parte de los trabajadores en nuestro país, permite, a veces y a duras penas, satisfacer sus necesidades más elementales, primarias, de subsistencia, pero mutila las más complejas y propiamente humanas, siendo un factor de estrés e insatisfacción, subjetiva, familiar y social.
Cuando Freud decía que la salud mental consistía en la experiencia de amar y trabajar, se refería sin dudas a esa primera dimensión, del trabajo creativo y placentero, donde el hombre puede realizar sus necesidades y deseos. Lo que no tiene discusión son los efectos destructivos y literalmente mortificantes de los despidos y la desocupación. Es lo que revela la impecable investigación de Miguel Orellano en su libro “”Trabajo, desocupación y suicidio: efectos psicosociales del desempleo” (Editorial Lumen), a través del que dilucida “los efectos psicosociales de la desocupación y la precarización laboral sobre la salud mental de la población”, profundizando sobre “la conflictiva relación entre la situación de desempleo y la conducta suicida” y “aborda las complejas e intrincadas relaciones entre la salud mental y el trabajo. Se pone especial énfasis en los efectos disruptivos del desempleo sobre la salud colectiva”. Estos últimos se acentúan cuando además, el Estado no provee de las redes de contención emocional necesarias para los desamparados, ni de agencias que les permita un horizonte de recuperación posible, sino más bien, todo lo contrario, los hunde en la más siniestra desesperanza , abandono y desvalimiento.
Es necesario considerar que cada número que impiadosa e insensiblemente se informa sobre despidos y desempleo, en un insoportable tono de burocrática crueldad, se sumerge en un abismo a un sujeto y su familia, un sujeto que tiene una historia, una vida, un proyecto que muere en ese instante fatídico, sobre todo en éste momento en el que el gobierno está poniendo en práctica una política económica criminal, para las clases medias y los trabajadores. Sobre todo, cuando su estrategia es trozar la Patria para entregarla a los grandes grupos económicos, del mismo modo que distribuyen por separado las agresiones a los distintos sectores populares para fragmentar sus respuestas, como si la reforma laboral regresiva, la indefensión de los inquilinos, el ataque al arte, al teatro, a la salud mental, a los derechos de las mujeres y las disidencias, entre otros múltiples, y al conjunto de la población con el despojo y la expoliación de sus salarios congelados, no constituyera un solo intento de destrucción del pueblo en su totalidad. Esa estrategia abrumadora busca desconcertar, confundir, paralizar y dividir las protestas.
Por tal motivo, es en la unidad y articulación de todos los sectores afectados y su férrea manifestación del descontento, donde reside alguna posibilidad de resistencia a una inédita experiencia de destrucción social.
Orlando Sosa
y un sistema de producción impuesto a sangre y fuego adorado por los sometidos, durante siglos…in modelo que nació chorreado sangre y barro…
Elvi
El mundo cada día con más robot, para todo desde la industria automotriz, hasta la cosecha de lo quieras, todo automatizado. Y millares de personas migrantes en el mundo, pobreza y hambre.