Es necesario extender el concepto de que en una sociedad, el mayor o menor grado de sensibilidad por el «otro» en un momento histórico de necesidad extrema va a depender del tipo de dispositivo sociocultural que funcione en un gobierno como sostén simbólico de un Estado presente.
Por eso, es de una miserabilidad infinita que, encima, se sumen a esa infausta medida de quita de los remedios a los jubilados con el pretexto infame de que se los dan a sus familiares, como lo hace un periodista de lengua bífida como Eduardo Feinmann, para defender a cuanto gobierno neoliberal está en escena. Y lo acompaña un médico como el Dr. Claudio Zin, promocionando tal o cual medicamento y apoyando esa miserable medida, lo que da cuenta de la total ausencia de carácter humano para con los ciudadanos «desechables» en su condición de individuos no productivos para el sistema.
De la misma manera, el Ministerio de Capital In-Humano, dirigido por la impresentable y soberbia Sandra Petovello, acumula, esconde y negocia toneladas de alimentos perecederos que incluso fueron comprados por el gobierno anterior. Y como si tuviera un halo de impunidad impenetrable, se atreve a desafiar a la Justicia en tres oportunidades, ya sea por el juez Sebastián Casanello o refrendado por la Cámara Federal, negando la ejecución de una orden judicial.
Mientras tanto, la larga fila de los comedores populares, ahora también habitada por jubilados que deben elegir entre comer o comprar remedios, se convierte en una postal casi turística para los paseantes. Observando bien, se nota que en cada una de las miradas limpias y alertas de la mendicidad, está el porvenir vencido de una vida entera. Se repiten escenarios urbanos en todo el país, marcados por las señales del abatimiento y el límite del dolor. Un tipo de marginalidad que les permite a los ejecutores actuar como «amos», desgraciándose en los muertos, en los vivos y en las antiguas promesas.
Hemos llegado a tal punto que, entre los que no son pobres, es corriente creer que la pobreza es una condición soportable. Pero no lo es. Produce una angustia profunda, un deterioro considerable de la salud, privaciones crónicas y un estado permanente de emergencia que va creando un estilo de vida insoportable. Como diría el infame Carlos Menem: «pobres hubo siempre.»
¿Por qué soportamos todos esta ignominia? ¿Es que estamos en un mundo donde nos han «podado» las emociones hasta convertirnos en árboles desnudos de sensibilidad? ¿Hemos perdido la lucidez necesaria para separar las indignaciones legítimas de las «fabricadas»? ¿Nos hemos entregado a los enojos artificiales, a los enfrentamientos que otros fabrican? ¿Es que acaso hemos sucumbido a las narrativas del poder que legitiman la deshumanización del otro? ¿En sistemas que estimulan la desigualdad, o insertos en dinámicas en plena agitación histórica, entre discursos del miedo y del odio que nos exigen rehuir a la confraternidad? ¿Hemos sucumbido acaso a un odio exacerbado, prestado por la bronca política y los sumideros de las cloacas sociales (perdón, redes) con su claustrofobia enrarecida por sus desvaríos ideológicos? Hay una toxicidad en el ambiente político y social que no cede ante la «jauría» desatada por el León empoderado en un complejo autoritario de superioridad nacido de uno de inferioridad.
Vivimos inmersos en sociedades cansadas, donde las emociones han quedado caducas.
Son los jubilados y los marginados del sistema quienes sufren la crueldad que avanza sin pausa en cada decisión de gobierno. Estas personas, los marginales, son las que el «sistema» ya no quiere ni necesita.
Siempre es difícil pensar cuánto durará «esto». Este es un tiempo tan poco crítico con la hipocresía de los poderosos que predican resignación y austeridad solo para pobres, jubilados e ignorantes, que nos sobran.
¡Argentinos, es hora de despertar! ¡La salud de la República nos necesita!