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jueves 21 de noviembre de 2024
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Nota escrita por: Sergio Brodsky
lunes 4 de noviembre de 2024
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Porque el país de los que luchan sea posible

Estarán reunidos para jugar al Scrabble, para continuar ese juego que quedó interrumpido cuando irrumpió el rostro del espanto, esos mercenarios de la muerte que, armados, empezaron a saltar desde los techos en la noche del 27 de agosto de 1976, para invadir el hogar y llevarse, luego de ir y volver, a su hija Ana María, quien cursaba un embarazo de cinco meses, estudiaba Sociología y trabajaba en el Ministerio de Hacienda, junto a su yerno Julio César Galizzi, para secuestrarlos y desaparecerlos. Buscaban, en realidad, a Romildo Santos Baravalle, quien en ese momento estaba trabajando en el frigorífico y cargó un par de años más la pena inconmensurable de esa desgarradora injusticia. Esa noche cambió para siempre la vida de la familia y, sobre todo, de Mirta Acuña Baravalle, quien falleció este domingo a los 99 años sin lograr encontrar a su nieto.

Luego de recorrer juntos comisarías, cárceles e iglesias, Mirta se sorprendió al escuchar que había otros hombres y mujeres desaparecidos. En una de sus tantas idas al Ministerio del Interior, se conoció con otras mujeres. A principios de 1977, salió con otra mujer de la Casa de Gobierno, llegaron a un banco de la Plaza de Mayo, y su compañera se puso a tejer cuando vio que venían unos militares. Esa mujer era Azucena Villaflor de Vincenti. “Si somos muchas, Videla tendrá que darnos una respuesta”, le decía, y empezaron a convocar a familiares de desaparecidos para reunirse el 30 de abril en Plaza de Mayo. Mirta fue una de las 14 mujeres que estuvo presente ese sábado. Para esa fecha habría nacido su nieto o nieta, Ernesto o Camila, según los deseos de la madre, y a principios del ’77, una mujer avisó el nacimiento del bebé. Para entonces, ya había otras abuelas buscando.

Así se contactaron con María Isabel “Chicha” Chorobik de Mariani y otras mujeres, con quienes buscaban a los niños nacidos en cautiverio o que eran secuestrados junto a sus padres, aún antes de la fundación de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Con Mari Ponce de Bianco, redactaron un hábeas corpus para pedir por Clara Soledad Ponce, la sobrina nieta de Mari, quien fue restituida en abril del ’77, luego de pasar dos meses en la Casa Cuna. Para celebrarlo, realizaron una misa en la Iglesia de la Santa Cruz, donde Mirta conoció a un muchacho que dijo tener un hermano desaparecido. A Mirta le dio “mala espina”, y al poco tiempo, ese Judas marcaba a Azucena, a Mari y a Esther Ballestrino de Careaga, las tres madres secuestradas en diciembre de 1977, llevadas a la ESMA y luego víctimas de los vuelos de la muerte. Ese monstruo era Alfredo Astiz.

Así, la vida de Mirta se volvió un calvario, más aún cuando en la final del Mundial ’78 entre Argentina y Holanda, le sugirió a un apesadumbrado Romildo que fuera a ver el partido con su vecino para distraerse un poco de su angustia. Argentina ganó 3 a 1 y Romildo decidió volver a su casa. En la calle y en toda Argentina estalló una fiesta: “gritos, banderas, risas y papelitos lo rodeaban por donde quiera que tomase. Se metió en su casa rápidamente. El festejo parecía oprimirle el pecho. Mirta lo vio entrar más apenado que nunca. Se arrepintió por un momento de recomendarle ir a ver el partido. Quizás eso lo había entristecido más.” (1). Le propuso tomar unos mates, pero él quiso recostarse porque, dijo, no se sentía bien. Cuando Mirta entró en la habitación para despertarlo, se lo encontró en el pasillo descompuesto: “Vieja, pedile a la vecina una de esas pastillitas para ponerse debajo de la lengua”, le dijo. Mirta corrió a buscar las pastillas. Las trajo, pero no hubo caso. Murió a las 18:00, minutos después de la ceremonia final del Mundial. No llegó a enterarse de que el seleccionado holandés se había negado a darle la mano a Videla.” (1).

Fue inseparable en Madres Línea Fundadora de Nora Cortiñas, quien falleció en mayo de este año. “Mi esqueleto está cansado” (2), decía, luego de pasar más de la mitad de su vida buscando lo más precioso que tuvo y que le fue arrebatado por la más cruenta dictadura, aquella genocida cuyos crímenes de lesa humanidad aún niega, cómplice, el gobierno nacional. La despidieron en el hall del Municipio de San Martín, el partido en el que vivía. Se fue con muchos abrazos para darle a Camila o Ernesto (2). Hace poco había dicho que su única ambición era poder contarles quiénes habían sido sus padres y seguir bregando para que el país por el que luchaban fuera posible.

Hasta siempre y hasta la victoria siempre, querida Mirta.

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