El Estado de Bienestar debía garantizar los derechos sociales y humanos: el derecho a la educación, al trabajo, a una vivienda digna y, por supuesto, el derecho a la salud. Su surgimiento buscaba superar la catástrofe del crack del ’29, una crisis del capitalismo que empujó a la humanidad a la miseria y a la muerte, desembocando en las dos grandes guerras mundiales. “Frente a las enfermedades que produce la miseria, frente a la tristeza y el infortunio social de los pueblos, los microbios como causa de la enfermedad son unas pobres causas”, decía Ramón Carrillo.
El desafío siempre ha sido (y sigue siendo) curar la desigualdad. Esa es la verdadera salud: un derecho humano esencial y una responsabilidad que recae sobre el Estado (de Bienestar). Este debe ser un Estado “guapo”, capaz de enfrentar los intereses de las grandes corporaciones de la salud. Un Estado “guapo” define la salud como un derecho de todos; uno “flaco”, en cambio, garantiza las ganancias de estas empresas y reduce la salud a una mercancía accesible solo para quienes pueden pagarla. Los demás quedan afuera.
Lo estamos viendo. Y cuando los excluidos manifiestan su descontento, aparece el Estado “gordo”, el de la represión, como ocurrió con los jubilados que no tienen remedios.
El Estado de Bienestar también garantiza el derecho a la cultura. El Estado policial, por el contrario, censura. Esto ocurrió con Cometierra, la novela de Dolores Reyes (Editorial Sigilo). Un grupo de autodenominados libertarios, una ignota fundación ligada a la diputada Lemoine, “periodistas” como Jonathan Viale y Eduardo Feinmann, y la vicepresidenta Victoria Villarruel la tildaron de “pornográfica” por una página en la que describe una relación sexual consentida.
La protagonista de Cometierra, una joven del conurbano bonaerense, tiene el don de visualizar personas desaparecidas al comer tierra. La obra aborda secuestros, desapariciones, pobreza, desigualdad, violencia social y de género. ¿Será eso lo que no logran digerir?
Las dictaduras y los gobiernos autoritarios prohíben la libertad de expresión y pensamiento, decidiendo qué se puede leer y qué no. En 1937, la primera edición de Los capitanes de la arena de Jorge Amado fue confiscada y quemada en la plaza pública de Bahía. Hablar de marginados y excluidos era inadmisible.
En la dictadura argentina, miles de libros fueron prohibidos y quemados. Uno de ellos fue Mascaró: el cazador americano, una bellísima novela de Haroldo Conti. La Triple A ya la había censurado antes del golpe, alegando que “presenta un elevado nivel técnico y literario, donde el autor luce una imaginación compleja y sumamente simbólica”. Los represores reconocían, con cierto asombro, su calidad, pero veían en ella una amenaza.
En mayo de 1976, Haroldo Conti fue brutalmente secuestrado y desaparecido. Su novela describe las aventuras de un grupo de “locos” que adquieren un circo llamado “Del Arca” y recorren pueblos miserables y despoblados, despertando en ellos el espíritu de una nueva vida, que podría interpretarse como revolucionaria.
Otro libro entrañable censurado por la dictadura fue Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann. Relata una huelga de animales de circo contra la explotación de sus dueños, o la historia de un muchacho que caminaba con las manos, observando el mundo de otro modo.
La censura busca abolir el pensamiento crítico, la inteligencia, la imaginación y el cuestionamiento a un orden injusto. En el caso de Cometierra, los censores han logrado lo contrario: convertirla en un éxito editorial, estimulando su lectura pública y colectiva en distintos puntos del país.
En Concordia, se leerá este miércoles 27 de noviembre a las 20:30 en el programa Tenemos que hablar por Radio UNER 97.3.