Se trata de una historia de injusticia y violencia: un viejo coronel retirado va al puerto todos los viernes a esperar la llegada de la carta oficial que responda a su pensión por el justo reclamo de sus derechos por los servicios prestados a la patria, pero la patria permanece muda, sin respuesta, la carta no llega. Y el coronel adquiere al final la clara conciencia de la inevitable entrega de la existencia a la muerte cuando su esposa, no menos acosada por el tiempo, por ese tiempo en el que hay que rogar que se venda el gallo de riña para sobrevivir, esos abismales 45 días, le dice:
—¿Y mientras tanto, qué comemos?
Y el coronel se «sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:
—Mierda.»
El coronel ha sufrido la violencia, la ausencia de reconocimiento de su patria, la indiferencia de sus vecinos, la injusticia de la ley. Lo mismo que padecen nuestros jubilados hoy. Además de la saña, esa intención rencorosa de causar dolor por parte de quienes gobiernan.
La violencia del Estado, el desconocimiento de su derecho a una vida digna, la connivencia del Poder Judicial con su atronador silencio, la indiferencia de la sociedad que hasta hace poco bramaba “¡Con los jubilados no!”. Y, además, insisto, con despiadada saña.
El ajuste brutal que los hunde en la indigencia, el trámite burocrático incompasivo para conseguir el subsidio de medicamentos que dejaron de percibir gratuitamente y, sobre todo, la represión habitual de sus manifestaciones de descontento, de desesperación, responde a la más absoluta crueldad.
No soy dado a la reducción psicologísta de la política, pero en este caso el sadismo compone una ideología: la de hacer sufrir a los vulnerables, una visión pervertida del mundo. ¿Es que hay, acaso, en este goce en el martirio de los adultos mayores un inconsciente resentimiento y compulsión vengativa hacia padres que han sido violentos, en los gobernantes y también en aquellos que reprimen y apalean a los ancianos? ¿Se manifiesta esto en un brutal ensañamiento hacia ellos?
Es altamente probable. Así lo certifica la biografía y las propias declaraciones del presidente de la República. Así se puede suponer en quienes los gasean y apalean en las manifestaciones; sujetos de los que se infiere que han conocido y aprendido solo la crueldad, la violencia y el odio en sus momentos constitutivos, y se han identificado con sus propios agresores. Sujetos que han carecido de la experiencia del amor y la ternura, factores esenciales de la empatía. Eso ya lo estudió en profundidad Ulloa respecto de los crueles torturadores de la dictadura.
Pero cuando la sociedad calla y la Justicia no interviene, esta política del saqueo, el ajuste, la destrucción de los ancianos, con saña y crueldad, se habilita, se promueve, se incentiva, con todas las consecuencias de la deshumanización de la sociedad, sobre todo de sus víctimas.
No es casual que, en la década del 90, cuando la misma crueldad y hambreamiento de los jubilados los sometió a la indignidad más absoluta, se produjera, según Norberto Galasso, la tasa más elevada de suicidios en adultos mayores.
No podemos volver a esa época triste y dolorosa. Nadie que tenga un mínimo de sensibilidad puede concebir tanta maldad, que solo se supera con la recuperación de la ternura como fundamento político, de la justicia, del amor.