Del genocidio sufrido por la conquista primero y completado luego por el exterminio sufrido en la eufemísticamente llamada “Campaña del Desierto”, para despoblar, paradójicamente (despoblar el desierto es un modo de invisibilizar a sus habitantes), esas tierras en beneficio de terratenientes locales y el poder extranjero. Esa campaña estaba enmarcada en lo que la oligarquía local llamó “proceso de organización nacional”, a través del robo y la apropiación de las tierras de los habitantes originarios. Pero no solo del asesinato, sino de la desmembración de sus familias, con el secuestro de los hijos, esclavizados en casas de familia, con la deportación de los prisioneros a la Isla Martín García, sometidos al hambre y la viruela, convertida en un campo de concentración y la utilización del resto como mano de obra esclava en distintas áreas productivas del país.
El proceso de reorganización nacional, como se autodenominó la sangrienta y genocida dictadura, cívico-militar y eclesiástica a través del golpe del ’76 fue, en ese sentido, una prolongación, con la misma lógica de aniquilación a los que se opusieran al régimen, a través de su secuestro, tortura y desaparición, para imponer, como lo dijo Rodolfo Walsh, una “miseria planificada”. En la actualidad, en la que la imposición de esa miseria a través del hambre y la destrucción del pueblo parecen no necesitar del golpe y realizarse en el contexto de la democracia, hay concejales que pretenden reivindicar al asesino de originarios, volviendo a imponer su nombre a la Avenida Costanera, mostrando al desnudo su salvajismo y barbarie.
Será cuestión de imitar la conducta ética del querido Osvaldo Bayer, en la discusión de la historia que quiere imponer el poder y rescatar esa otra historia, la del pueblo, que aspiran a sepultar. Esa historia está en los nombres, monumentos y calles, está en la consciencia lúcida o adormecida de la gente, en las calles y en la memoria, espacio para la defensa de la memoria, la verdad y la justicia.