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Director: Claudio Gastaldi | lunes 20 de enero de 2025
Nota escrita por: Ricardo Monetta
lunes 20 de enero de 2025
lunes 20 de enero de 2025
¿Con Donald Trump renace la Doctrina Monroe?
Para conocer la naturaleza de la ambición expansionista de EE. UU., es necesario asomarse a sus orígenes constitucionales, cuando el 4 de julio de 1776 se proclamó la independencia de las 13 colonias de Gran Bretaña por parte del nuevo país denominado Estados Unidos. Este hecho tuvo un valor universal, porque por primera vez en la era del capitalismo se rompió con el coloniaje, y la nueva nación asomaba inspirada en los valores e ideales del pensamiento ilustrado, que convirtió a la libertad y a la democracia en fundamentos inseparables de su evolución posterior.
Ricardo Monetta

Además, las independencias de los enormes territorios coloniales americanos, sujetos a las monarquías de España y Portugal, arrancaron algo más tarde, comenzando con la de Haití frente a Francia en 1804, a las que siguieron una veintena de países en el siglo XIX que supuestamente debían comenzar la construcción de los estados nacionales, bajo los supuestos teóricos del constitucionalismo, la democracia y los derechos ciudadanos (¿?).

Pero los procesos de afirmación de los EE. UU. tuvieron un desarrollo distinto al de los países latinoamericanos. Sobre la base de considerarse una nación «ejemplar», que debía fortalecer su poder, transmitir sus valores institucionales al mundo y garantizar su seguridad nacional, inauguraron un expansionismo inédito, justificado tanto por la ideología del Destino Manifiesto como por la Doctrina Monroe, en 1823.

El de mayor impacto fue el expansionismo territorial a través de la compra del estado de Luisiana a Francia en 1803, La Florida a España en 1819 y Alaska a Rusia en 1867, y la toma por la fuerza de los territorios indígenas hacia el oeste, que ocasionó varios genocidios, como la anexión de Texas (1845), ampliada con el Tratado de Guadalupe Hidalgo tras la guerra con México en 1846. Este conflicto permitió a los EE. UU. apropiarse de los territorios de California, Nevada, Utah, Nuevo México, parte de Arizona y Colorado, y parte de las actuales Oklahoma, Kansas y Wyoming, logrando anexarse (o robarse) un 55 % del territorio mexicano.

Como si no bastara, la incursión hacia el noroeste también logró el Tratado de Oregón (1846) con Gran Bretaña, fijándose la frontera con Canadá. Pero además, como si fuera poco, el expansionismo incluyó la guerra con España (1898), que garantizó a EE. UU. el control de Puerto Rico y la intervención directa en Cuba, donde impuso la Enmienda Platt.

El expansionismo del siglo XIX convirtió a EE. UU. en una indiscutible potencia. No faltaron amenazas e intervenciones sobre América Latina, y este rasgo se volvió una política internacional permanente en el siglo XX, al desplegarse la «expansión» imperialista, que obligó a contar con gobiernos aliados o subordinados a sus intereses, y a evitar la incursión competitiva de otras potencias en el continente.

De hecho, la guerra hispano-norteamericana es su punto de partida, justificadas todas ellas por el «corolario Roosevelt», quien consideró ese intervencionismo como un verdadero derecho para imponer orden y proteger sus intereses. (¡Siempre el mismo verso!).

Con el fin de lograr la lucha contra «el comunismo», los EE. UU. lograron el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1947, que sirvió para convertir a las fuerzas armadas de la región en instrumentos serviles de la Guerra Fría, con graves consecuencias en los países latinoamericanos durante las décadas de 1960 y 1970, cuando se implantaron regímenes civiles y dictaduras militares terroristas, que violaron sistemáticamente los derechos humanos.

Los EE. UU. nunca han abandonado «el monroísmo», a pesar de momentos menos tensos.

Sin embargo, las condiciones históricas del siglo XXI son distintas a las del pasado, porque coinciden tres procesos: el surgimiento de fuerzas progresistas y de nueva izquierda en América Latina, que reaccionan contra el neoliberalismo y las imposiciones imperialistas; la creación de un frente multipolar con la indetenible presencia de China, Rusia y los BRICS; y la readecuación de las derechas económicas y políticas, que han lanzado su propia lucha de clase para impedir un mundo distinto en la región.

Bajo estas condiciones, la presidencia de Trump proyecta el renacer agresivo del monroísmo. Las referencias sobre los intereses de EE. UU. en Groenlandia, Canadá, el golfo de México y Panamá, así como las amenazas a México y los gobiernos progresistas, el declarado interés sobre los recursos naturales y los acuerdos militares que lo acompañan, y, sobre todo, frenar los intereses de China y Rusia en el continente, nos dan señales conflictivas, al menos con los gobiernos progresistas.

Con el nuestro no, porque la «entrega del patrimonio nacional» se hará como lo diga el imperio, con moño y todo, porque le han hecho creer al «tartufo» que es un socio de honor de la nueva cruzada imperialista del «trumpismo» y las corporaciones tecnológicas que lo auspician.

Hay que tomar como ejemplo de resistencia las palabras de una mujer, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, que demostró que no tiene temor al discurso altisonante del nuevo Napoleón en su desembarco en el escenario internacional. Donald Trump es un magnate inmobiliario, un verdadero outsider de la política, con muchas cuentas pendientes con la justicia, que, si los jueces actúan como deberían actuar, su credibilidad se derrumbaría, aunque la impunidad diseñada por la misma Constitución evitaría la condena.

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