Rincón del Gato es un paraje del departamento Gualeguaychú, a su noroeste, llamado así porque está a la vera de lo que fue un bucólico arroyo entrerriano de ese nombre, El Gato.
Allí, a principios del siglo pasado tres familias compartían como vecinos unas veinte leguas de campo, en las que la actividad principal y excluyente era la cría de ganado. Épocas en las que no había alambrados así que las haciendas se mezclaban y una vez al año había que parar rodeo para separarlas, marcar los terneros, capar los machos y reunirlos para llevarlos a sus potreros. Oportunidad que duraba varios días, y significaba un encuentro de características festivas en el que se realizaba la yerra, se comían asados se hacían historias y todo lo demás.
Encuentros en los que el caballo tenía un protagonismo excluyente. Cuadreras, pialadas, lucidas de aperos y destrezas.
Una de las tres familias estaba integrada por 12 hermanos, la mayoría varones, que compartían el amor por los caballos en sus tres versiones básicas: los de carrera, los de trabajo y finalmente los de lucimiento, que eran aquellos escogidos por su belleza y singularidad, para exhibirlos en las fiestas populares, desfiles patrios, o cualquier evento que requiriese estar ‘bien montado’.
Uno de los hermanos, Bartolomé, a quien todos conocían como Bartolo, tenía una muy mentada tropilla de caballos criollos, en la que lucían los pintados, un pelaje característico de esta raza. Y entre sus pintados había uno que destacaba por varias razones: por su belleza, por su vivacidad, por su tamaño y por sobre todo porque vaya a saber porque razones de la genética, cuando Bartolo lo montaba y le silbaba alguna marcha militar, el Pinto se armaba, arqueaba el cuello, levantaba la cola y se ponía a dar pasos rítmicos y pequeños corcovos, que hacían que quienes lo contemplaban dijeran que el pinto ‘marcaba el paso’.
Demás esta decir que el pinto era un criollo muy mentado y festejado en las oportunidades que le tocaba llegar al pueblo, cuando algún acontecimiento festivo ameritaba ensillarlo y hacerlo desfilar. Bartolo, como correspondía a su estirpe, era de ideología conservadora. Y al igual que la mayoría de los varones de la época, compartía mesas de timba vespertinas en el Jockey Club local, que por aquellos tiempos era un club popular, al que todos, más allá de pertenencias sociales, concurrían a escuchar las carreras de Buenos Aires y La Plata, y de paso apostar algunos pesos a las patas de algún matungo.
En esas mesas de timba, tapetes como solían decirles, porque estaban cubiertas por un grueso paño verde, Bartolo dirimía partidas con varios feligreses entre los que uno, el que viene a cuento, cada vez que se encontraban le pedía que le vendiera el Pinto. Algo a lo que Bartolo se negaba invariablemente. Pero una vez, Bartolo en broma, mientras orejeaba sus cartas, le dijo “bueno, te lo vendo en un peso” A lo que el otro rápido como una centella y cambiando el tono de voz, le dijo solemnemente: “Le tomo la palabra” e inmediatamente puso frente a Bartolo un billete de un peso moneda nacional. Bartolo quedó completamente sorprendido, pero en aquellos tiempos La Palabra, era lo más sagrado que poseía un hombre, y Bartolo, con todo el dolor de su alma, sin que se le moviera un músculo de la cara le dijo: “anda a buscarlo mañana al Gato”. Cosa que el comprador ejecutó puntualmente.
Lo que ninguno de los presentes sabía era que la suerte que le esperaba al Pinto, era ser un obsequio, del comprador, para el General Juan Domino Perón, que era el destino que siempre había imaginado. Sin comentárselo a nadie.
Por supuesto que lo demás es historia, aunque dos detalles para redondear: el primero era que Perón, militar de caballería, amaba los caballos y especialmente al Pinto, al que cada tanto y en las oportunidades en que lo montaba, inmortalizadas en las fotos que todos conocemos, le silbaba una marcha para verlo, ponerse en cuadratura y ‘desfilar’.
El otro era que Bartolo, aunque nunca lo reconoció, porque por las razones apuntadas era antiperonista, lo ponía orgulloso ver las imágenes de Perón, montado en un caballo de su cría.
Queda entonces registrada esta historia: el Pinto no solo era entrerriano, sino que para más datos, había nacido en ‘el Gato’, departamento de Gualeguaychú. Doy fe.