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Nota escrita por: Sergio Brodsky
domingo 1 de octubre de 2023
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El desafío de Sísifo: Salud Mental y Trabajo

"No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible" (cita de "Píndaro" con la que Camus abre "El mito de Sísifo").

En su libro «El mito de Sísifo», Camus comienza planteando, provocativamente, el sinsentido de la existencia, el absurdo de la vida e incluso el suicidio como respuesta, como el problema central de la filosofía. «Juzgar que la vida vale o no vale la pena que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía», dice, y continúa: «Vivir, naturalmente, nunca es fácil; uno sigue haciendo los gestos que ordena la existencia por muchas razones, la primera de las cuales es la costumbre. Morir voluntariamente supone que se ha reconocido, aunque sea instintivamente, el carácter irrisorio de esa costumbre, la ausencia de toda razón profunda para vivir, el carácter insensato de esa agitación cotidiana y la inutilidad del sufrimiento» (Albert Camus, «El Mito de Sísifo», editorial Losada).

Cómo Sísifo, vivimos condenados, de un modo absurdo y repetitivo, a subir la piedra a la cima, para reproducir, con su eterna caída, el gesto una y otra vez del sin sentido. Sin embargo, finalmente, Camus descarta el suicidio como respuesta «coherente» con el absurdo de la existencia, proponiendo su aceptación y, haciendo nacer, de la libertad que surge del absurdo, la rebeldía de construir sentidos para vivir apasionadamente. Esa es la apuesta de Sísifo.

Este desafío se torna aún más difícil cuando las condiciones de existencia sofocan cualquier posibilidad de construir sentidos que propicien el deseo de vivir. Cuando la existencia se reduce al tedio y el sufrimiento, cuando la cotidianeidad consiste en: «Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño, y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo, es una rutina que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo, solo que un día, se alza el por qué y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro… el obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas (como Sísifo) y ese destino no es menos absurdo, pero no es trágico sino en los momentos en que se hace consciente» (Camus, «El mito de Sísifo»).

El trabajo, sin embargo, como el amor, la ternura, el placer, el arte, constituye, para Freud, algunas de las modalidades con las que el hombre construye sentidos, en la línea del principio del placer, y soporta el malestar en la cultura, es decir, el sacrificio que debe realizar en la satisfacción de sus pulsiones (sexuales y agresivas), como precio para vivir con otros, para edificar cultura y civilización. Pero se refiere Freud al trabajo libre y satisfactorio, y dice: «La actividad profesional ofrece particular satisfacción cuando ha sido libremente elegida, es decir, cuando permite utilizar, mediante la sublimación, inclinaciones preexistentes y tendencias pulsionales evolucionadas o constitucionalmente reforzadas. No obstante, el trabajo es menospreciado por el hombre como camino a la felicidad. No se precipita a él como fuente de goce. La inmensa mayoría de los seres solo trabajan bajo el imperio de la necesidad, y de esta natural aversión humana al trabajo, se derivan los más dificultosos problemas sociales» (Freud, «El Malestar en la cultura», Editorial López Ballesteros).

Agregaríamos, con Freud, que esta insatisfacción del hombre en el campo del trabajo en condiciones de explotación, y la indignación que surge en forma de agresión, es cada vez menos posible de ser expresada hacia arriba, lo que resulta en una vuelta de la violencia contra sí mismo, en forma de depresión y autocastigo. Camus y Freud advierten las consecuencias psíquicas del trabajo alienante que somete al hombre, en esas condiciones, a un sufrimiento absurdo y repetitivo, que despoja de sentido a la existencia y alienta a terminar con ella.

La explotación y el sometimiento del hombre por el hombre en el trabajo alienado, lo mismo que la desocupación, constituyen una de las fuentes del malestar en la salud mental individual y colectiva, e incluso uno de los factores que, de modo complejo, se entrama en las determinaciones múltiples de la conducta suicida, como lo ha revelado Miguel Orellano en su interesante investigación «Trabajo, desocupación y suicidio: efectos psicosociales del desempleo» (Editorial Lumen).

Estas consideraciones vienen en función de algunos datos que fueron parte de una reflexión reciente. En primer lugar, la pobreza en nuestra ciudad y en nuestro país reveló sugestivamente su derivación menos del desempleo que de formas de salario insuficiente para superar la línea de la pobreza, es decir, de la explotación laboral. Esto último fue evidenciado en los cínicos y perversos discursos que los sectores empresariales sostuvieron al tratar la ley de reducción de la jornada laboral.

Estas condiciones afectan gravemente la salud mental de los trabajadores, sus calidades y deseos de vida. Forman parte fundamental de los componentes sociales, económicos y culturales de la salud mental, según la define la ley nacional 26.657, como una condición compleja y multideterminada tanto de la salud como de los padecimientos psíquicos.

En ese sentido, del mismo modo en que no existe posibilidad de satisfacción en el campo del trabajo sin regulación por parte del Estado de las desigualdades producidas por el capitalismo de mercado, es improbable que impere la salud mental de la población si su concepción de derecho humano que debe garantizar el Estado es finalmente sustituida por su carácter de mercancía, sujeta a la lógica de la oferta y la demanda.

Este conflicto entre la reafirmación del rol del Estado en su obligación de garantizar el derecho a la salud mental y el concepto neoliberal de la salud como una mercancía en un contexto en el que el Estado está ausente de obligaciones y regulaciones es lo que se juega centralmente alrededor de la tan atacada ley 26.657, nacional de salud mental. La misma lógica adquiere la preocupante problemática del suicidio en nuestra provincia y en nuestro país. La presencia del Estado a través de políticas públicas y programas eficaces que implementen efectiva y concretamente los lineamientos de la ley 27.130 nacional de prevención del suicidio, hoy absolutamente insuficientes, representa un factor fundamental en la reducción de sus tasas, dentro de la complejidad de los factores intervinientes. Entre ellos, la crisis económica, social y cultural, que pueden agravarse aún más frente a escenarios que promueven la ausencia absoluta o el achicamiento del Estado en la resolución de estos problemas de salud, en nombre de una libertad y un liberalismo que no contemplan las desigualdades ni los desamparos a los que están expuestos los habitantes más indefensos y los trabajadores.

En ese sentido, el preocupante cuadro actual genera un mayor temor en cuanto a los horizontes que podrían avecinarse. En ese marco del rol decisivo que adquiere el Estado como garante de políticas públicas en salud mental, deseo compartir las experiencias que llevo haciendo dos años en Los Charrúas y en Federal, de desarrollo de programas municipales de prevención del suicidio, con fuerte presencia del Estado y la participación de la comunidad y sus resultados. Estos ofrecen un aporte sustantivo a este debate, tanto que me ha parecido importante documentarlo en un libro («Experiencias sobre el suicidio», Editorial del Parque) que presentaré el próximo 10 de octubre en el salón de la Biblioteca «Julio Serebrinsky», un espacio propicio para el debate de este preocupante fenómeno al que todos los lectores están invitados.

  • Sobre la trágica consciencia humana.
    Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es tanto por sus pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser se dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra. No se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. Los mitos están hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a este, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces cómo la piedra desciende en algunos instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volver a subirla hasta las cimas, y baja de nuevo a la llanura.

    Sísifo me interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra. Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá jamás. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca.

    Si este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia. ¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito? El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo. Pero no es trágico sino en los raros momentos en que se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses, impotente y rebelde, conoce toda la magnitud de su miserable condición: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay destino que no se venza con el desprecio.

    Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la felicidad se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poder sobrellevarla. Son nuestras noches de Getsemaní. Pero las verdades aplastantes perecen de ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena una frase desmesurada: «A pesar de tantas pruebas, mi avanzada edad y la grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien.» El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de Dostoievski, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroísmo moderno.

    No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la felicidad. «¡Eh, cómo! ¿Por caminos tan estrechos…?» Pero no hay más que un mundo. La felicidad y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo. Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien» dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo feroz y limitado del nombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y la afición a los dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres.

    Albert Camus. El mito de Sísifo
    Sobre la felicidad como responsabilidad.
    Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo, el hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos. En el universo súbitamente devuelto a su silencio se elevan las mil vocecitas maravilladas de la tierra. Llamamientos inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos, no hay más que uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se convierte en su destino, creado por él, unido bajo la mirada de su memoria y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.

    Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada fragmento mineral de esta montaña llena de oscuridad, forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo DICHOSO.
    VER: https://www.correocpc.cl/sitio/doc/el_mito_de_sisifo.pdf

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