Para reconstruir los inicios de la civilización y la cultura humana, Freud recurre al mito de la Horda primitiva. Hay allí un macho jefe, un padre terrible que goza de todas las mujeres, asesina a los hijos que disputan su poder y no se somete a ninguna ley que no sea la de su voluntad.
Los hijos, cansados del déspota, se alían y le dan muerte. Ya sin el padre terrible, establecen un pacto a partir de ciertas prohibiciones: nadie podrá ocupar el lugar del padre muerto, establecen la condena al homicidio y la interdicción del incesto, con el consecuente precepto de la exogamia. Surge así, en cada cachorro humano, la exigencia de repetir el proceso educativo elemental, que le permite el acceso a la civilización, la penosa renuncia al goce de las pulsiones, de los instintos, en pos de su inclusión en la sociedad humana. Allí la Ley prohíbe el goce, el incesto y el asesinato, a cambio de una prima de placer que ella permite, es decir, las relaciones pacíficas y el intercambio sexual fuera del ámbito familiar. El Padre encarna la ley sometiéndosele, NO ES LA LEY porque las normas también lo comprenden.
Este mito que el psicoanálisis crea para explicar el despegue de la animalidad del hombre, su elevación civilizatoria, ilumina el momento actual que vive nuestro país. Se trata de un hombre, investido como Padre-Presidente, que se ha arrogado la voluntad de legislar, de SER LA LEY, de evadirse de las prohibiciones, los límites y las renuncias que caben a todos los miembros de la sociedad. No hay allí prohibición del incesto en un gobierno endogámico , no rige la ley como racionalidad, propio del proceso secundario del pensamiento (prima el pensamiento primario, megalómano, mágico, esotérico y delirante) y lo más grave, pretende eliminar la división de Poderes, principio básico de la República, y gobernar eliminando instancias legislativas. Reniega y desconoce la Ley que constituye las reglas elementales, los principios, derechos y garantías de la sociedad, precisamente la constitución nacional, sustituyéndola por su voluntad absoluta y tiránica. Su apellido mismo es una farsa de este cuadro de situación.
Este poder despótico no proviene de promoverse como el Rey de la Selva que quiere instaurar la ley del más fuerte, (es decir, la ausencia de reglas que humanizan los vínculos sociales), sino de la voracidad insaciable de los amos del Capital. Es por el beneficio que el delirante les brinda, para saquear sin límites las riquezas y el esfuerzo de un país, de una comunidad, que lo mantienen en el trono.
El poder detrás del “León” es perverso, no tiene límites, es el poder del Padre de la Horda que quiere gozar a costa de la vida de los hijos.
Ese poder, al someter a los hombres, es necesariamente sádico. No reconoce siquiera las necesidades de la subsistencia. Lo dijo el flamante secretario de medios, con una crueldad enferma, expresó, inconmovible, que la clase media tendrá que hacer una comida fuerte diaria para aguantar el hambre, en función del despojo que el mismo gobierno está produciendo sobre su economía.
El poder no admite, siquiera, el derecho al descontento, al que responde con palos y represión, a niveles de un terror solo vivido en la última Dictadura Cívica, militar y eclesiástica. Banalizan perversamente el hambre y la insatisfacción de las necesidades básicas, a las que quieren someter a los ciudadanos. Esto afecta no solo la vida sino la salud mental de la comunidad, en términos individuales y colectivos, porque nadie sano puede sentir bienestar y placer si la mayoría padece injusticia e indignidad.
Esta política mortífera engendra la pulsión de muerte que elimina el deseo de vivir. No es casual que uno de los efectos más notorios de la degradación del 2001, haya sido el incremento de las depresiones, las mortificaciones del cuerpo y los suicidios. El desconcierto, la confusión, la parálisis, el desborde de angustia, la depresión, el pánico que da la incertidumbre, ha copado el ánimo de la población desde que comenzó la pesadilla, desde que el personaje siniestro sin ley, comenzó a asomar con posibilidades electorales.
A la lógica reacción inicial de confusión y parálisis siguió la resistencia, la manifestación del malestar, la respuesta en las calles. Tal vez estemos a punto de recuperar el ideal que, fugaz, atronó en las épicas manifestaciones de 2001, que proponía que piquete y cacerola, constituían una misma lucha. Ojalá que así sea esta vez. Que las clases medias puedan enfocar con claridad a los responsables de su malestar, que no son los pobres, que no son nuestros hermanos latinoamericanos (paraguayos y bolivianos), que es el mismo Poder que agita el racismo y la xenofobia, es decir, el odio, para confundir las causas y la responsabilidad de su desgracia.
Ojalá que podamos, ojalá que triunfe la resistencia a los abusos, a los atropellos de los poderosos, ojalá que recuperemos la unión, la solidaridad, la justicia social y la esperanza en un mundo mejor, sin tiranos, sin amos, hermanados para vivir con dignidad.
Si es así, ¡feliz año nuevo!