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jueves 21 de noviembre de 2024
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Director: Claudio Gastaldi
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Nota escrita por: Sergio Brodsky
jueves 10 de octubre de 2024
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He aquí un Revuelo en el Altillo

"Me encontré con un ámbito de mucho respeto, mucha contención, de mucho amor. Allí uno se pregunta, ¿dónde están los locos y dónde lo normal?", dice Amalia Ayala (1). Esa es la sorpresa, la turbación que el Revuelo en el Altillo hizo nacer: que allí donde se esperaba que "roncaran los extravíos, tosieran las muecas y descargaran sus golpes afónicas lamentaciones" (2), se dibujara pleno el rostro de la ternura, el encantamiento de la poesía. "Estuve en la sala 8", dice quien se hace llamar Elsa Muray, en su primera experiencia con ese lugar en el que imaginaba infernales proyecciones del desvarío y el peligro. "Estuve con Bruce Lee, Chun Lee, Karate Kid, Mig Yaguer, Fito Páez y otros amigos. De entrada me la vi feo, pero cuando encontré el camino de por qué estaba ahí, me di cuenta de que Karate Kid era mi amigo y me mostraba un perfume que cuidaba como su mayor tesoro en la Tierra. Bruce Lee descansaba de un largo camino y no quería que nadie lo molestara. Mig Yaguer no podía encontrar el pantalón y la guitarra. Cuando me desperté del sueño, me di cuenta de que tenía más amigos que antes" (3).

No se trata de idealizar ese «oficio de máscaras absurdas» (2), ese abismo infinito donde no hay a quién llamar sin que aparezca un dios con manos sarmentosas para ahorcar tu gañote (2). Nada tiene de romántica la locura, y sí mucho de dolor, de experiencias tan intolerables que conminan a defenderse de la realidad apartándose de ella, con la invasión de pensamientos extraños y sufrimientos indecibles. No se trata de eso, sino de admitir la posibilidad de una transformación ética y estética, profundamente humana, anticientífica, de una verdadera revuelta en el altillo, de un cambio de perspectiva sutil, complejo, impresionante: que de ese delirio surja otra cosa, la belleza de un sol brillante en medio de la noche, la poesía como daga que penetra al corazón del sentido con sus filos.

«Hombres omnipotentes, pastillas por doquier, tiempos sin hablar, explicaciones ausentes, poder omnipotente, demandas, oferta desigual, talleres incipientes, consuelo para muchos, gente ocupada, alivio para dar. Conflictos muchos, inyecciones para calmar. Poder omnipotente donde respaldarse, inteligencias negadas, soberbia sin igual» (4). Palabras que comienzan a desnudar conflictos y señalar caminos, palabras que viajan en pedacitos de papel de la yerba usada más de mil veces, poesías colectivas que reemplazan mensajes en la botella del abandono y el desquicio, como aquella producción grupal —porque ahí ya éramos un grupo que tenía sus formas y sus alas— que conjugó en un relato nacido en el corazón de la sala 8, los desgarros del sufrimiento y el dulce sabor de la ternura:

«Ojón, pelo chuzo, mudo, rengo, no usa desodorante, tiene olor a chivo y muchos gases. Además, es chueco. Vive debajo del puente y no sabe para dónde ir. Pasan los colectivos y no lo levantan, y baja nuevamente a los árboles. Dicen que vive solo o con un enano, no se sabe bien. Algunos dicen que estaba necesitado de ayuda, y el enanito lo tomó como mascota y lo bañó al pelo chuzo. No lo levantaban ni los colectivos ni la ambulancia; los milicos y la gente lo discriminaban por su aspecto de linyera y por miedo a que fuera a asaltarlos. El Ojón nació en algún lugar de Argentina y quedó muy aislado, desamparado de sus padres porque no lo querían. No sabe dónde viven sus padres. Trabajó de albañil y después, siempre de pobre. Perdió, se le terminó la plata y quedó ahí. Lo trajeron a dedo. Ojón se siente triste, desamparado, discriminado; él no sabe buscar ayuda, aunque igual allí no vive ninguna persona. Tal vez hizo cosas malas y quiso arrepentirse, tal vez le hizo una herida a su madre en el corazón y quiso remediarlo. Ojón salía a la calle a juntar dinero porque le faltaba para comer, y seguía muy triste. Estaba un poquito loquito —como tal vez lo estuvimos todos alguna vez—; lo levantó la policía y lo trajo a sala 8, y acá empezó a darse cuenta del problema que tenía y aprendió a buscar ayuda. A Ojón le gustaba mirar las estrellas» (5).

Revuelo en el Altillo fue y sigue siendo una honda alteración en el campo de la salud mental. En ese espacio, voces encerradas y amuralladas saltaron lo social, asaltaron la cordura de los discursos razonables para exhibir al desnudo la discriminación, los prejuicios y los miedos que se construyeron durante siglos acerca de los llamados locos, de su peligrosidad y su improductividad. Ese espacio vital, grupal, hizo de la soledad lazo, del silencio vuelo poético, del miedo ternura, del ocio acto apasionado, del objeto deshumanizado, hablado por los discursos psiquiátricos, sujeto singular, de los diagnósticos estigmatizantes historias personales, del rumiar el delirio proyecto, del «loco» poeta, escritor, periodista, del «loquero» revista, radio, comunicación.

Ese proceso, Revuelo en el Altillo, realizado con demasiados pacientes de salud mental, extraordinariamente pacientes, talentosos pacientes, transcurrió la pichoniana transformación de lo siniestro a lo maravilloso, del infierno al arte, a la vida, a la ternura, al amor. Ese proceso captó Juan Menoni (Producciones del Sur del Sur), cuando una vez nos propuso hacer un documental, «La hora del Revuelo», sobre esta experiencia de la comunicación radial como herramienta terapéutica y de socialización, y es a compartir en cine-debate que invitamos a todos este jueves a las 20:30 en la Biblioteca Julio Serebrinsky (Urquiza 751), en el Día Mundial de la Salud Mental.

Fuentes:
(1) «La hora del Revuelo», documental (Producciones del Sur del Sur)
(2) «El canto del cisne», Jacobo Fijman
(3) «Estuve en Sala 8», Elsa Muray, «Cinco años de Revuelo en el Altillo», editorial Panza Verde
(4) «Omnipotencia: A los psiquiatras», Inés ídem
(5) «El mundo de Juan el Ojón», relato colectivo realizado por el grupo de Revuelo en el Altillo en un encuentro en Sala 8

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