Parece obvio que una víctima es alguien que sufre un daño o perjuicio a causa de una determinada acción o suceso. Sin embargo, no lo es. En el campo de la batalla cultural que se libra en la sociedad por la construcción de los sentidos, incluso por naturalizar una interpretación aunque sea irracional o descabellada, en esa lucha la significación de los hechos no teme al desatino. Ni avergüenza el cinismo.
Es que hay potentes medios que tienen la capacidad de imponer una “verdad”, por más incoherente que sea. Así, han adjudicado la muerte de una persona, víctima de una violenta represión policial, a las fallas cardíacas de la víctima, o se le ha reprochado su irresponsabilidad por haber concurrido a la manifestación padeciendo problemas de salud. O en otro caso sumamente penoso, emblemático por la insensibilidad con que ha sido y es tratado, en el colmo de la crueldad, se ha atribuido a la víctima no saber nadar como causa de su muerte, ahogado como consecuencia de una persecución y represión sanguinaria y salvaje de las fuerzas del “desalojo”.
Esta oprobiosa forma de “entender” los hechos fue validada, como si fuera poco, por “la justicia”. Esta atroz impudicia en la interpretación de sucesos tan dolorosos fue impiadosamente exaltada y convertida en sentido común en los oscuros años de la Dictadura.
El establecimiento paradójico y simultáneamente brutal de la diferenciación entre víctimas inocentes y culpables hizo un perfecto maridaje con el terror. Engendró la ignominiosa idea de que la víctima era la responsable de su espantoso destino. “Algo habría hecho” para ser secuestrado. “Por algo sería” que se lo llevaban los asesinos, fueron los extremos de la procacidad y el miedo que instalaron como “sentido común” los responsables del Genocidio.
Esta interpretación perversa llegó a transferirse a otros territorios de la violencia, aún peligrosamente vigentes. Un ejemplo preocupante es el de los maltratos, abusos y femicidios, en los que las conductas de las víctimas son puestas bajo la lupa. Es necesario, en esta joven democracia que hoy revalida títulos, recuperar el tino y la sensibilidad para tratar y significar estos acontecimientos tan graves. Dejar sentado, como un acuerdo básico de la convivencia ciudadana, algo que parece elemental pero que la triste realidad que vivimos no sanciona como tal: la verdad incontrastable y el consenso esencial de que no existen víctimas culpables, que nadie debe morir bajo la ferocidad de las fuerzas del Estado, que toda muerte debe repudiar y ninguna justificarse. Parece evidente y hasta ingenuo, pero hoy no lo es. Que la represión y la muerte no deben ser, NUNCA MÁS, opciones en un sistema que, aún interesadamente debilitado, aspira a una convivencia en paz, igualdad y libertad.