Esta experiencia conmovedora revela la significación de la madre en la vida de los seres humanos, o mejor dicho, de la función materna, puesto que es un lugar que cualquier persona puede ocupar, siempre que pueda cuidar y amar a esos seres inermes que somos los humanos cuando nacemos. Esa función requiere que los bebés sean alojados en el deseo y el amor de esas madres para vivir, para desear vivir, siempre que —parafraseando a Lacan— el deseo de vivir es el deseo del Otro, y que tanto se resiente, como tristeza, vacío o melancolía, cuando ese deseo falta. Es que se trata del amor como necesidad básica que se amalgama a la satisfacción de las otras necesidades, transformándolas en cuidado, en afecto profundo, en marca indeleble. Se trata de manos, luminosa metáfora, de manos que crean, en la asistencia de la vida, otra cosa que el alivio del hambre, que el sueño, que la higiene; luminosa figura de esas manos que «representan un recuerdo añorado, trapos calientes en los inviernos», cuando se «brindan cálidas, nobles, sinceras, limpias de todo», tanto que lo que tocan «se vuelve fiesta» y «lo cotidiano se vuelve mágico», percepción mágica, de artista, la que fluye en la poesía maravillosa de Peteco Carabajal (1).
El amor infinito, el deseo infinito, la ternura infinita son los condimentos, la harina y el barro en el que se cuece el nacimiento del hombre, que se construye con esos mismos materiales, esa misma mezcla que humaniza, que los extrae de la naturaleza y los deposita en la cultura. Cuando ese sueño, el anhelo de un hijo, que se sueña mucho antes del parto, en la fantasía y el anhelo que —como escarpines— tejen las madres, cuando ese hondo deseo desfallece, por ausencia o carencia, se presenta, como en el hospitalismo, la depresión o la crueldad como sus tristes síntomas. Cuando el maltrato está en lugar de la dulzura, que emerge del miramiento, el abrigo y la empatía de las madres, nada del orden del amor amanece en esos niños.
Las madres, o quienes cumplen su función, son, como lo ha advertido Fernando Ulloa, las garantes de la dulzura y el cariño que se eleva de la carne al espíritu, gracias al hechizo de sus manos, que amasan la vida como pan de esperanza, y que tienen una decisiva incidencia en la construcción de lo subjetivo y de la calidad de los lazos sociales. Así lo entiende Ulloa cuando dice que la ternura no es un sentimiento blando sino un concepto político que se opone a la crueldad, un afecto necesario para construir vínculos comunitarios y resistir tiempos feroces en los que nuestros mundos y las relaciones sociales están atravesados por la barbarie. En ese sentido, las Madres de Plaza de Mayo, aquellas que son ejemplo en nuestra patria, han resistido el salvajismo y el genocidio, con un coraje despojado de odio y violencia, perseverantes en la justicia y la ética. Las Madres de Plaza de Mayo han sido, son y serán por siempre símbolo y emblema, referencia y faro de este país lastimado, representación en acto de la maternidad como expresión de un amor sin límites, necesarios siempre, sobre todo hoy, en estos tiempos hostiles, confusos, inciertos. En homenaje a ellas, madres de generaciones que luchan por los derechos humanos, en su día, ¡feliz día!
(1) «Como pájaros en el aire», canción de Peteco Carabajal.