El ser humano toma cuanto quiera, miente y traiciona, emprende guerras despiadadas. Pero, por otro lado, el ser humano puede ser maravilloso, es capaz de amar, de hacer las paces con enemigos, crear música, escribir poesía, ayudar al prójimo, tener empatía.
¿Cuál de esos aspectos prevalecen? ¿Cuál de ellos pesa más?
El hombre, puede ser tan bueno como malo. Aunque históricamente se lo ha asociado con la maldad.
¿Existe en cada ser humano una bestia que debe ser domada? y, ¿suponiendo que descubramos que somos mejores de lo que pensábamos, eso nos haría cambiar?
¿El entorno y las circunstancias pueden influir en el comportamiento o determinan completamente la naturaleza humana?
Se lleva tiempo intentando dilucidar la cuestión de la bondad en las personas.
Platón describió el bien como el sol que ilumina nuestro afán y lo dota de sentido. Después de él, Aristóteles, Tomás de Aquino e Immanuel Kant abordaron esta cuestión clave de la filosofía. Kant asumió que el bien es inherente a nuestra razón y nos permite respetar las leyes.
¿Significa esto, que tenemos que pensar siempre primero antes de hacer el bien?
Distinguimos cuáles son las buenas acciones a través de las virtudes. Los antiguos griegos, por ejemplo, y más tarde la iglesia, tenían una idea clara al respecto: la justicia, la misericordia, la esperanza y la templanza. La bondad se revela en las acciones y pensamientos, especialmente cuando afecta a otras personas, por ejemplo, cuando se produce un encuentro.
Las personas quieren ser buenas, pero ¿por qué a veces no lo son? ¿Por qué sigue el mal filtrando sus acciones?
Una posible respuesta: el mal estalla cuando se rompen las reglas. Esto es más o menos lo que el filósofo inglés Thomas Hobbes definió en el siglo XVI como estado de naturaleza. Según él, el ser humano se mueve por la desconfianza, la competencia y la necesidad de reconocimiento, así es como se termina luchando todos contra todos. Esta condición no puede ser superada mediante el propio esfuerzo, por lo que se requiere un soberano absoluto que establezca un orden, de lo contrario, la vida será solitaria, miserable, repugnante, animal y corta.
¿Acaso usted, no cierra la puerta con llave? ¿por qué? Porque, aunque haya policías, piensa que entrarán en la casa a robar. O sea, la competencia y la desconfianza nos determinan. ¿Describe esto al ser humano o es una situación social concreta? ¿Cómo influye el entorno en que actuemos bien o mal?
En 1971, un experimento social pareció dar respuesta a esta cuestión. El psicólogo estadounidense Philip Zimbardo seleccionó a unos estudiantes para que ingresaran en una cárcel réplica. La mitad eran vigilantes, la otra mitad prisioneros. Se observó lo que sucedía entre ellos sin ninguna intervención externa. El primer día, los guardias mostraron su poder pasando lista a cualquier hora del día o de la noche y obligando a los presos a hacer flexiones. Al segundo día ya se produjo un levantamiento de presos. Los guardias reaccionaron de forma violenta y los presos gritaron que no podían soportarlo más. El experimento se interrumpió a los seis días. Zimbardo explicó que era la fuerza de la situación. El hecho de llevar uniforme y el contexto de la prisión los llevaron a comportarse así. Él, como director de la cárcel, tampoco intervino. El experimento cobró fama mundial como prueba evidente de la fuerza de la situación. El experimento de la prisión de Stanford pretendía encontrar explicación a los acontecimientos que produjo el nacional socialismo, a cómo las personas podían haber sido capaces de hacer algo así. Esto parece demostrar que un ambiente violento saca lo malo del ser humano. Zimbardo lo llamó el efecto Lucifer.
¿Quiere decir que, bajo ciertas circunstancias, se abre inevitablemente la puerta del mal?
El historiador Rutger Bregman (1) lo pone en duda. Tras analizar ejemplos más famosos que supuestamente explican la maldad en las personas, llega a una clara conclusión. Cuando se asume por principio que las personas son malas por naturaleza, esa afirmación se termina confirmando. Bregman investigó una historia similar pero donde sucedía una cosa completamente distinta. En junio de 1965, seis jóvenes del país insular de Tonga se echaron a la mar en una embarcación de pesca y sufrieron un naufragio. Tras ocho días a la deriva en el Pacífico, arribaron a la pequeña isla de Ata. Los jóvenes empezaron a cazar juntos, construyeron una cabaña y compartían equitativamente. Cuando uno de los muchachos se rompió una pierna, los demás lo proclamaron rey y lo cuidaron. Y cuando había conflictos, se retiraban a diferentes rincones de la isla. Después de quince meses conviviendo en paz, fueron rescatados. La cuestión es que casi nadie conoce esta historia. La situación de emergencia de estar en la isla sacó lo mejor de los jóvenes náufragos. Pero, ¿se habrían vuelto malvados si los hubieran llevado al experimento de la prisión de Stanford? ¿Los habría cambiado la fuerza de las circunstancias?
El historiador Thibault Le Texier 2 tenía dudas al respecto. Así que en 2015 acudió a los archivos de Stanford y descubrió una cosa: los guardias habían creado su propio código de normas, que después hicieron cumplir bajo la supervisión del alcaide David Jaffe, un estudiante de la Universidad de Stanford. Jaffe, tuvo al parecer un papel determinante en el experimento de Zimbardo y, como mostraron las grabaciones de audio, influyó sobre los demás vigilantes: “Esta mañana hemos visto que no estaban colaborando. Quería saber si pasa algo. Queremos que se involucren activamente. Deben saber que los guardianes tienen que ser estrictos”. De modo que no fueron las circunstancias sino las órdenes las que despertaron el mal en ellos. Antes del experimento, se hizo una formación en la que los científicos explicaron lo que querían conseguir, no fue idea de los guardias despertar a los presos en la noche. Era una orden. Y también les dieron los reglamentos de la cárcel.
El experimento de la prisión de Stanford tuvo una gran influencia en la forma de ver al ser humano. Si el famoso experimento para probar la maldad del ser humano fue manipulado y los jóvenes de la isla convivieron en armonía durante más de un año, ¿podríamos pensar que nos encantan las historias de personas malas?
El filósofo francés Jean Jacques Rousseau imaginó que el estado natural del hombre, antes de que la civilización lo alcanzara, estaba orientado naturalmente al bien. Rousseau ve en la civilización el origen de todos los males. La propiedad y las delimitaciones del territorio son la fuente de todo mal comportamiento. La sociabilidad trae consigo el vicio. Cuanta más civilización, mayor desgracia y cuanto más intensa, más viciosa es la vida humana.
¿Se equivocó Hobbes sobre el estado violento de la naturaleza? ¿Tenía razón Rousseau?
Desde tiempos ancestrales nuestra existencia se ha orientado al encuentro con el otro. Nos comunicamos mediante expresiones faciales. Se distingue desde lejos la dirección de nuestra mirada. Cambiamos el gesto cuando reímos, sentimos dolor o nos avergonzamos. Los niños suelen aprender muy pronto a empatizar con otras personas. En los primeros cinco años de vida desarrollan esa capacidad. Se perciben como un sujeto en contraste con otros individuos y comprenden sentimientos, intenciones y actitudes como diferentes a los suyos. Aprenden a distinguir entre los seres vivos con los que simpatizan y los objetos a los que no atribuyen vida interior. Los experimentos muestran que ya con dieciocho meses, ayudan espontáneamente a otras personas.
Lo interesante es que esa bondad original se elimina cuando se premia a los niños por ayudar ¿Ese es el momento en el que el mal se instaura en nosotros? ¿Cuándo la generosidad innata se convierte en una acción interesada? ¿Cómo es posible que el humano destruya esa bondad activamente y por voluntad propia?
Parece no existir respuesta para ello.
El bien y el mal van de la mano. Y no solo en filosofía, sino también en biología, donde se estudia el comportamiento humano de doble filo en una hormona, conocida como la hormona del abrazo. La oxitocina inicia el proceso del parto con las primeras contracciones uterinas. El posterior contacto visual entre padres e hijos desencadena un torrente de oxitocina que nos hace amar y sentirnos amados. Pero la misma habilidad que nos permite amar, también saca a relucir nuestro lado malvado. Cuando sentimos que nuestra identidad está en peligro, nuestra capacidad de empatía y humanidad pueden desaparecer rápidamente.
¿Cómo podemos evitar menospreciar a otras personas y actuar de forma agresiva contra ellas? O, dicho de otro modo, ¿Cómo es una sociedad que promueve el bien?
Hay evidencia histórica y científica de que es posible. Nuestra especie está hecha para eso. Podemos frenar la tendencia de ver a los demás como distintos y empezar a humanizarlos. Lo más fácil es acercarse a personas de otro grupo, sin hablar de nada que nos diferencie, sino de lo que nos hace iguales. Recordemos: el bien sale a relucir en el encuentro con el otro, pero esto depende de las ideas que tengamos sobre él.
Una imagen positiva de la humanidad puede conducir a un buen comportamiento con respecto a otras personas y una negativa, a lo contrario. El historiador Bregman afirma que no es solo una cuestión de creencias, sino que la evidencia científica reciente ha demostrado que el hombre no es malo, sino esencialmente bueno. Su conclusión es: “Sigue tu naturaleza y confía en ella, no te avergüences de tu generosidad y de hacer el bien con total transparencia. Ya es hora de darle una nueva imagen a la humanidad. Ya es hora de un nuevo realismo”.
¿Es sensato afirmar que el ser humano es bueno? ¿Acaso el poder de las buenas acciones reside en la posibilidad de elegir entre el bien y el mal?
Tenemos la posibilidad de hacer el bien, incluso cuando estamos rodeados de oscuridad. Somos mucho más fuertes si nos podemos apoyar, buscando lo bueno y lo positivo en los demás.
Tekoá. Cooperativa de Trabajo para la Educación. Ltda.
1 Es considerado uno de los jóvenes pensadores europeos más destacados.
2 Trabaja como investigador en el campo de las ciencias sociales y como traductor, fotógrafo y cineasta