O más bien, anticipándose como le cabe al artista, ya en 1926, cuando ladraba que «el verdadero amor se ahogó en la sopa, la panza es reina y el dinero dios» y en la voz de una mujer acusaba al «gilito embanderado» haciéndole ver «que la razón la tiene el de más guita» y que no hay valores posibles, ni razones que resistan, «frente a dos pesos, moneda nacional», cuando se vive en la sociedad de la competencia y de la subsistencia, en aquella en la que el hombre se degrada como «lobo del hombre», aún más feroz por carecer del reflejo de inhibición de la agresión que sí poseen las supuestas bestias, que se alejan cuando el vencido les muestra la yugular como señal de aceptación de su derrota.
Es notable que «Que vachaché», ese tango de Discépolo estrenado en 1926, fuera abucheado en su estreno por la pequeña burguesía, ofendida por el ataque a sus valores, y aplaudido en 1930, cuando se profundizaron, vía crack del 29 de Wall Street, golpe de Estado y agotamiento del modelo agroexportador, la miseria, el hambre y la desesperación en el mundo, y más agudamente en nuestro país. En esa época, las composiciones tangueras de Enrique testimoniaron de las largas filas de hambrientos en las ollas populares, de la amarga ansiedad de los desocupados buscando trabajo, de los rufianes, los hambrientos y prostitutas, los cafishios y la trata que inundaba los márgenes de una ciudad que los arrasaba impiadosamente y que los grandes escritores y artistas de la oligarquía ignoraron olímpicamente, prefiriendo un arte abstracto y fantasioso, es decir cómplice.
Sin embargo, hubo, como Discépolo, quienes adoptaron un compromiso con la realidad de su pueblo, como por ejemplo Roberto Arlt, con sus aguafuertes porteñas o con sus novelas, en las que describía magistralmente una época en la que los individuos marginados y desorientados podían tocar la angustia y pululaban sin rumbo, desquiciados, por la gran ciudad. Esa que Antonio Berni pintaba con obras que reflejaban las protestas obreras y la desocupación desesperada. Esos grandes artistas que luego fueron borrados del Parnaso por un poder que impone su versión de la historia e intenta borrar a estos decidores exquisitos de la verdad al desnudo.
Enrique Santos Discépolo tuvo el coraje de la denuncia y el testimonio a través de obras eternas porque, además, siguen cantando los dramas humanos de todos los tiempos y de todos los lugares, como «Yira Yira», descarnada descripción de la indiferencia y la desesperanza de los hombres convertidos en fieras, escrita en 1931, pero que reaparece en nuestras conciencias cuando una noche oscura insinúa una silueta que revuelve basura, o «Tres esperanzas», que relaciona esa frustración y desengaño en la decisión de abandonar un mundo inhabitable, asfixiante, de la manera más penosa, precisamente, pulso implacable del artista. Tango estrenado en 1932, cuando se registraron las mayores tasas de suicidios en la historia argentina (Norberto Galasso «Discépolo y su época»).
En 1936, cuando los fascismos y los imperios empiezan a mostrar sus intenciones de destrozar los sueños y las vidas de los seres humanos, compone «Cambalache», un tango al que se le reprochó su escepticismo, como si fuera del poeta la responsabilidad de brindar respuestas a la ignominia. Sin embargo, en ese contexto de contienda, aquellos vencidos ex-hombres que describía Enrique en los 30 comienzan a experimentar, en la siguiente década, incluidos los desterrados cabecitas que venían desde el desolado interior del país a buscar trabajo en una ciudad que avanzaba en un proceso de industrialización, una ilusión y una esperanza que derivó en sus reivindicaciones, un 17 de octubre. Y ahí Discépolo no solo fue portavoz de los postergados que empezaban a ser, al fin, reconocidos y reivindicados, sino que se comprometió con entusiasmo en la defensa de aquel movimiento que recogía sus reclamaciones y las transformaba en justicia social. Sobre todo cuando tuvo que jugarse a través de ese inolvidable diálogo con «Mordisquito», en «Pienso y digo lo que pienso», emisión en la que apoyaba la reelección de Perón exhibiendo esos cambios.
Esa fue la respuesta, la salida propuesta, siempre a través de la ternura, del amor, de la búsqueda permanente de la felicidad del otro, del pobre, del humillado, que por fin encontraba amparo a su sufrimiento. No previó el odio, la violencia que recibió de los incapaces del amor: insultos telefónicos, abucheos en los bares, boicots en sus actuaciones, el rechazo de sus amigos, discos rotos de sus tangos enviados en sombríos paquetes, fueron mellando poco a poco su ánimo, nutriéndolo de sentimientos de miedo, soledad y tristeza de aquel ser excepcional y sensible, de aquel que decía que no era un ser triste, sino entristecido por la fiereza de los hombres, que, finalmente, un 23 de diciembre de 1951, a la madrugada, amargado por el desprecio sufrido, «murió de tristeza». Se dejó morir ya, reencontrado en la repetición trágica de la escena de la soledad y el desamparo que transitó en su infancia.
Reivindicar a Enrique Santos Discépolo es reivindicar el valor político de la ternura, como sentimiento necesario para la construcción de un lazo social humano que nos cobije a todos, en este momento en que la insensibilidad, el egoísmo y la crueldad van corroyendo y degradando, progresivamente, los vínculos, deshumanizándolos. Por eso este miércoles, 29 de mayo, junto al Profesorado de Ciencias Políticas y Sociales, a su pujante centro de estudiantes y a «Lazos en Red», la red de voluntarios para la prevención del suicidio, daremos una charla sobre Enrique Santos Discépolo y la prevención del suicidio, a las 19:50 horas, en su gimnasio, Hipólito Irigoyen 1352, con la participación interpretando los tangos de Enrique de Facundo Stábile, bailados por Lucas Schonfeld y Gisel Penco, con entrada libre, abierta y gratuita.