Dentro de las aulas, en el proceso de enseñar y aprender, están presentes tres componentes fundamentales: profesores, estudiantes y los contenidos a enseñar. Pero, en ese espacio, también hay que resaltar la importancia de la habilidad profesional para trabajar en el actual contexto. Expuestos crecientemente a desafíos didácticos y emocionales, los y las docentes enfrentamos diariamente numerosas dificultades para llevar adelante la profesión.
El ideal de docente actual se orienta cada vez más hacia la construcción de un profesional más comunicativo, capaz de apropiarse de retos académicos, listos para lidiar con las novedades tecnológicas y, también, portador de un conjunto de habilidades emocionales que son indispensables en la tarea cotidiana. La dimensión afectiva del profesor deja su marca. Especialistas defienden la importancia que reviste la huella emocional en el aula y advierten que, como parte de ella, pueden presentarse factores adversos: la desesperanza, el cansancio o aspectos depresivos relacionados con el desempeño profesional. Si un/a docente no puede controlar sus emociones, puede llegar a lastimar afectivamente a sus estudiantes y no está en condiciones de desarrollar la regulación emocional en los educandos.
Ante esta cuestión, es importante poner en discusión que a las y los docentes nos pasan cosas. Dar clases, estar frente al pizarrón, explicar un tema, estar rodeados de estudiantes, parecía algo así como la única pausa posible, el único paréntesis capaz de poner las mentes en blanco, hacer de cuenta que no hay otras preocupaciones e intereses. No importa cuántas horas se duermen, no importa si se murió un familiar, no importa si se tiene un dolor intenso. Dar clase, a veces, es la única escapatoria posible al malestar del docente. Y entonces, pensando en lo que nos pasa como seres humanos, que cargamos sobre nuestras espaldas biografías escolares que, en muchas ocasiones, condicionan la tarea de enseñar, también cargamos con pesadas mochilas de experiencias vividas y trayectorias atravesadas por mandatos socioculturales que influyen en los modos de ser…
¿Dónde nos deja esto? ¿Qué hacer con las emociones adversas que nos atraviesan? Esas, que parecían que quedaban fuera del aula. ¿Qué mensaje transmitimos, en ese estado padeciente, a los y las estudiantes en el escenario educativo actual, en que el docente adquiere un rol determinante como constructor de futuros ciudadanos más preparados para la vida y la inserción profesional?
Estudios dedicados al tema, para referirse al conjunto de emociones que revelan una marca positiva de los y las docentes en el aula, proponen las siguientes: alegría, buen humor en la enseñanza, serenidad, gratitud, satisfacción personal, así como la simpatía y la solidaridad entre compañeros. Todo esto, dicen, va a determinar el éxito del proceso de enseñanza aprendizaje. El proceder del docente, en el contexto actual y su impacto, se traduce en mejores resultados en cada una de las esferas emocionales que determinan al individuo como ser social.
En los últimos tiempos, tras haber transcurrido períodos de educación tradicional, academicista, las ciencias de la educación se inclinan por abordar el mundo de los sentimientos y las emociones, así como el impacto en la enseñanza a partir de los roles y las huellas emocionales de los actores: estudiantes y profesores. Comprender los sentimientos propios y ajenos, saber qué hacer con ellos, resolver los conflictos que plantean, regular el propio comportamiento, saber soportar el estrés, aprender a motivarse, son temas fundamentales para la vida y para la convivencia.
La educación está fundamentada en dos pilares esenciales: la familia y la escuela. En la escuela, el sujeto clave de la formación es el docente. La labor se presenta como una misión dura de cumplir, ya que son muchas y diversas las obligaciones, las cuales, en ocasiones, desbordan y alejan del fin último: enseñar. Si bien, es necesario tener un cuerpo docente consciente de la profesión, no es justo cargar en las espaldas toda la responsabilidad, como la que implica convertirnos en los únicos formadores y socializadores de las infancias y juventudes. Es esencial ofrecer un apoyo continuo a la figura del docente, desde un continuo proceso formativo y desde una serie de recursos que permitan apropiarse de herramientas para enfrentarse a diferentes situaciones afectivas.
El fin último de la educación, con independencia del nivel, debería ser la búsqueda del bienestar de los y las estudiantes y, también, de los docentes: trabajar con placer, seguridad y centrados en todo lo que implica la tarea en las instituciones educativas. Para ello es esencial concientizar a todos los actores educativos sobre la necesidad de incorporar la dimensión emocional en las aulas e incrementar las habilidades emocionales de los docentes, puesto que son los principales impulsores y facilitadores del proceso educativo y de la calidad de la enseñanza.
Finalmente, lo que se nos pide a los y las profesores es que formemos a los más jóvenes, y, a su vez, que lo hagamos desde una dedicada preparación, tanto teórica, como práctica; con una actitud basada en la motivación. Por lo tanto, si nosotros mismos no creemos en el proceso formativo, ni en lo que transmitimos difícilmente podamos llegar a conseguir un compromiso pleno con la educación.
Tekoá. Cooperativa de Trabajo para la Educación. Ltda.